pandemia

Desarraigos en tiempos de pandemia

Ilustración:: Fidel Schiavo

Ilustración:: Fidel Schiavo

Vivimos una dolorosa realidad con interrogantes que empiezan a ser acuciantes. 

El vacuna-tour muestra nuestra condición paupérrima y cuán inquietante es nuestro futuro. Los felices viajeros reciben los pinchazos salvadores tras una corta cola, a su turno y sin preguntas. Avión. Ezeiza. Y a casita. Nuestros oídos los oyen inundados de envidia, de esa envidia malsana, tóxica, regurgitante. Y no solo por la vacuna. El contexto económico, social y  político no promete nada bueno, el futuro se ve incierto y sombrío. Para los mayores tal vez ya no importe tanto, pero ¿y nuestros hijos? ¿será éste un lugar para que sus futuros, sus sueños y capacidades tengan una oportunidad de hacerse realidad? Y ahí es cuando vuelve, otra vez, con gusto ácido y a viejo, la idea de partir.

Charles Papiernik, un sobreviviente del Holocausto que hace tiempo nos dejó, solía decir con amargura: “Los pesimistas se fueron, los optimistas nos quedamos”. Y de un golpe, si pesimismo y optimismo oscilan en un tan difícil equilibrio, cuestionaba el realismo.  ¿Cómo saber por anticipado cuál será el mejor camino? ¿quién tiene el bendito diario del lunes que le asegure que era para ese lado y no para aquel otro?

El irse o el quedarse resulta un dilema. Lo era entonces en Europa. Lo es ahora en la Argentina. Tal vez lo sea siempre.

Los que tenemos la experiencia de haber inmigrado sabemos que, pasado el momento idílico de la novedad, la adaptación a la vida cotidiana en un lugar desconocido está llena de escollos, incertidumbres y desafíos.

De entrada el nuevo idioma. Incluso si se va a un lugar en donde se hable castellano, será otro castellano, con otros giros, otros sobre entendidos, otras secretas intenciones labradas por los que lo han ido tejiendo en sus interacciones cotidianas. Todo es diferente, actitudes, códigos, historias compartidas de las que se está afuera que interpelarán y desafiarán a toda hora. Mis padres no pudieron acompañarme con los belgranos y sarmientos de la primaria, los versitos y juegos infantiles que no conocían en Polonia, nada les evocaba su propia infancia, no sabían cómo acompañarme. Aunque uno no vea a sus amigos y familiares con mucha frecuencia, como ahora, saber que están cerca no es igual que el desgarro de saberlos lejos. Pensemos en el registro de los lugares conocidos… Si alguien me dice que vive en Agüero y Juncal o en Rivadavia y Larrea sé dónde es, cómo es la zona, tengo el mapa mental de mi experiencia en esas calles. En un lugar nuevo, los cruces de calles no me dirán nada, no evocarán ningún recuerdo, ninguna imagen, ninguna relación previa con sus muros y baldosas sin honduras ni memoria. 

Emigrar es un poco mutilarse el presente, arrojarse a un escenario desconocido y opaco que nos habla, si es que nos habla, con distancia, recelo y ajenidad. 

?Quedarse es mutilar el futuro de nuestros hijos?,  no honrar la misión de educarlos, alimentarlos y protegerlos para que puedan llegar a adultos, desarrollar sus capacidades y realizar sus sueños y deseos.

La amarga reflexión de Charles, horadante y desgarradora, es un dilema. En un dilema ninguna soluciones es buena, se elige una sabiendo que es injusta, arbitraria y que nos deja en manos del impredecible azar. 

¿Cuál mutilación elegir? ¿La del presente o la del futuro? 

Influenciada por la desazón, el desánimo y la desesperanza, pido disculpas a quien lee. Decime Marilina que es cierto, cantame otra vez al oído que aunque no lo veamos el sol siempre está.

Publicado en Clarin

Coreografías amorosas del día a día

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La cercanía forzosa cuestiona nuestra intimidad. ¿Si estamos tan cerca por qué no la sentimos? ¿Qué entendemos por intimidad? Es una vivencia, a veces solo un instante mágico, otras que persiste un tiempo, y que solo sucede en un clima de entrega sostenido por la confianza. No sucede si hay miedo o prevención. Como los trapecistas, solo nos arrojamos a la intimidad cuando sabemos que el otro nos recibirá en el aire antes de que caigamos. Para confiar necesitamos tener la seguridad de ser aceptados, escuchados con empatía, la mirada límpida, el corazón abierto.¿Cómo abrirse a un otro temiendo juicio, crítica o acusación? En esta convivencia forzosa, la mirada del testigo omnipresente nos levanta defensas de cautela y preservación. A veces cuanto más cerca físicamente más lejos la intimidad anhelada. 

Suele asociarse intimidad con sexo, como si solo allí fuera posible una entrega confiada. Tristemente, las más de las veces no lo es. El sexo puede ser mera descarga, puede ser gimnasia, puede ser ejercicio de poder, dominación, sometimiento o desvalidez, todo ello sin una pizca de intimidad. Solo cuando el encuentro sexual nace y vive en la intimidad es hacer el amor, cuando la piel y los genitales, el deseo y la mirada, surgen de la entrega confiada, la aceptación genuina, el placer de ser uno mismo y de estar con otro que siente el mismo placer.

Pero es mucho más que el sexo. Podemos vivir momentos íntimos en muchas otras situaciones. Tuve algunas veces conversaciones de una intimidad abierta con quien estaba a mi lado en un viaje de avión, alguien que no volvería a ver nunca, pero que por alguna razón, tal vez porque no nos veríamos nunca más, me permitía una entrega confiada y relajada. Éramos dos páginas en blanco ante largas horas de inmovilidad, dos personas desconocidas que teníamos la libertad de fingir ser otros o de abrirnos impúdicamente de un modo que no haríamos con conocidos o familiares. Tuve conversaciones íntimas inolvidables con personas que he olvidado totalmente. No conocernos y saber que no nos volveríamos a ver se transformaba en la red de seguridad de los trapecistas. 

Se pueden vivir momentos íntimos de muy diferentes maneras y con diferentes personas. En una charla corazón a corazón uno se desnuda y se atreve a mostrar lo que suele ocultar. Son momentos-gema en los que sentimos el alivio de compartir una pena, una desilusión, un anhelo inconfesable y nos atrevemos a mostrarnos de verdad, con nuestra más humana fragilidad y carencia. Recibir de la otra persona un te entiendo, también me pasaría lo mismo, qué duro debe ser es la confirmación de que nos escuchó, nos recibió, no nos criticó ni juzgó, nos aceptó y nos contuvo. 

El acto de comer es otro escenario privilegiado. Elegir el menú de a dos, comprar los ingredientes necesarios, seleccionar la bebida, poner y adornar la mesa, encenderse con la luz adecuada, ¿tal vez música?, paladear todo, el aperitivo, el primer plato, el plato principal, el postre, cada bocado como si fuera el último, la vida entera en cada instante. 

Así, comer, y tantas otras conductas automáticas, pueden volverse una coreografía amorosa que no precisa de muchas palabras, solo del placer de estar, la conciencia abierta en cada momento y la firme determinación de paladear cada segundo sabiendo que hay red y que nuestro otro está paladeando lo mismo al mismo tiempo. 

Me dirán que fue quizá solo un destello en la oscuridad. Tal vez. La felicidad está hecha de instantes. También la intimidad. 

Publicado en Clarin.

La larga travesía al 2021, ya más cerca del puerto....

Ilustración de Fidel Sclavo

Ilustración de Fidel Sclavo

Tenía casi 2 años cuando subí con mis padres al barco de carga que nos trajo a la Argentina. Sobrevivientes del nazismo, veníamos de una Europa cubierta de sangre. La guerra fue dura para todos pero para los judíos como nosotros, fue trágica. Traíamos la memoria reciente de redadas, escondites, huidas, terrores, peligros y de los más desgarradores dilemas éticos. Mis padres, vivos después de aquella ordalía de espanto, escapaban de ese cementerio en busca de un nuevo lugar. El destino fue Argentina. Llegamos luego de caminos sinuosos porque las autoridades no nos admitían acá. Nos declaramos católicos y esa mentira abrió las puertas. Los 19 días del viaje fueron el comienzo de nuestro renacimiento. Era la única nena en aquel barco, mimada por todos, la mascota de unos marineros, duros, secos y solitarios. “Nunca te mareabas” decía mamá, “corrías ligera y segura como si fuera tu casa”. Debo haber sido feliz. Pero ¿cómo era para mis padres? ¿Cómo era Argentina para ellos con esas referencias imaginarias de pampas chatas y ciudades infestadas de prostíbulos? “¿Adónde estamos yendo?” se decían visualizando salvajes con plumas, crimen y perversión en las calles, algo así como un far west desangelado. Las peores fantasías se confirmaron al ver unos changadores en el puerto. Era una tierra incivilizada y brutal donde la gente echaba carne sobre el fuego que después comía sangrante, casi cruda. Con ojos extranjeros y tanto miedo a flor de piel no sabían entonces que adorarían comer asado. No sabían que podrían comer tanto pan blanco y bananas como se les antojara y que mamá aumentaría 25 kilos el primer año. No sabían que seríamos recibidos por la gente con cariño y generosidad. No sabían que tendrían una buena vida y que morirían, como debe ser, de viejos.

Con la mirada perdida en aquel horizonte lejano y desconocido, en la borda de aquel barco que nos traía a la libertad, la incertidumbre y el desconocimiento de lo que estaba por venir cargaba con nuevos temores a su mochila cansada.

Hoy, en esta pandemia, vuelve a mi aquel momento con la inminencia de las tan esperadas vacunas. No una sino siete corren en la recta final de esta carrera imprecedente. Pfizer-BioNTech, Moderna, Janssen, Oxford-AstraZeneca, Cansino, Sputnik V, Sinovac y otras 320 en desarrollo, 37 en fase clínica, y más de 150 en fase preclínica.

Llegaremos y superaremos el año de aislamiento antes de que sean distribuidas y estemos inmunizados. Un año que pareció eterno, constreñido y sin salida pero ya estamos en el barco hacia la libertad. Pero, como mis padres hace 73 años, también nos vemos ante la incógnita de cómo será, qué nos espera cuando lleguemos.

¿Cómo será la vida vacunados una vez libres del peligro? Habrá que seguirse cuidando, tapabocanariz, distancia social, lavarse las manos y no tocarse la cara o hacerlo con la mano izquierda (para los zurdos, la derecha). De paso habrá menos gripes también. No volveremos a besarnos y nos tocaremos menos. De las cosas que tanto cambiaron, ¿cuáles quedarán?

Este barco que nos lleva al 2021 se parece un poco a aquél en el que llegamos lastimados, tristes pero esperanzados a una tierra mítica y desconocida. Espero que los miedos sean tan infundados como entonces, que las vacunas nos lleven a buen puerto y que todo esté bien, como para mis padres. Este 2021 será el año en el que el Covid19 empezará a ser un triste recuerdo, una línea más en los libros de historia, algo que nuestros nietos les contarán a los suyos: “me acuerdo, yo lo viví, fue duro, pero sobreviví”.

Publicada en Clarín

Pandemia y preguntas

Ilustración de Fidel Sclavo

Ilustración de Fidel Sclavo

Como en aquella glaciación de la que no tenemos memoria cuando se congeló el planeta y hubo cambios radicales en los seres vivos que lo habitaban, esta pandemia, también sin límites geográficos, está generando mutaciones impredecibles y sorprendentes. No tan dramáticas como entonces, vivimos hoy nuevas normalidades que van dejando de ser normales a la velocidad de la luz. Hasta donde sé, durante la glaciación no había quien se hiciera preguntas acerca del futuro. Hoy, paralizados ante el covid, nos faltan respuestas esperanzadoras acerca del fin.

Tras tantos meses de aislamiento, los que lo respetamos, los que cuidamos nuestra salud y, fundamentalmente, los que protegemos nuestro entorno no arriesgando a otros, encontramos en esta nueva normalidad diferentes preguntas. Unas que ya no nos hacemos más, nuevas que van surgiendo y otras, las de siempre, que siguen sin tener respuesta.

Dejamos de preguntar ¿Nos encontramos para almorzar? Tengo el mate listo, ¿te venís? ¿A qué hora paso para saludarte por tu cumple? ¿Qué me pongo? ¿Quién trae a los chicos del colegio? ¿Lloverá? ¿Vendrá el subte lleno? ¿Te paso a buscar? ¿Dónde vas de vacaciones? ¿Dónde se hace el velorio? ¿Sacaste las entradas para el teatro? ¿Qué te vas a poner para la fiesta de tu cuñado? ¿Te quedás con los chicos mamá? ¿Donde se hace la previa? ¿Vemos juntos el partido? ¿Te quedás en casa esta noche? ¿A qué hora volvés? ¿Qué colectivo hay que tomar? 

Y nacieron nuevas preguntas: ¿Estás bien? ¿Conseguiste trabajo? ¿Tenés tos, sentís los olores? ¿Qué te dio el hisopado? ¿Cuántos tapabocas tenés? ¿Cuándo volvés a trabajar? ¿Hasta cuándo sin escuelas? ¿Conseguiste trabajo? ¿Te anda bien internet? ¿Cómo me desmuteo? ¿No te cansa el zoom? ¿En qué turno vas al comedor del barrio? ¿Le pediste a tus hijos/nietos ayuda con el celular? ¿Cómo te aguantás no poder salir? ¿Tu vecino te trajo el pedido de la farmacia? ¿Cómo se hace para comprar por internet? ¿Le preguntaste a la viuda de al lado si precisa algo?

Y pasados tantos meses nos preguntamos ahora ¿Seguro que si ya lo tuviste sos inmune? ¿Cuándo llegará la vacuna? ¿Cuál será mejor? ¿Qué consecuencias puede traer? ¿A quién creerle? ¿Cómo será para los mayores? ¿Estará tan probada como para no ponernos en un nuevo peligro?

Convivir con el covid nos obliga a hacernos estas nuevas preguntas y a tolerar lo mejor que podemos que ninguna respuesta nos sea satisfactoria o creíble. Lo que pone a prueba nuestra tolerancia a la frustración y a los nuevos miedos que nos acosan.

Y siguen las preguntas que vienen de antes, algunas potenciadas por la pandemia, todas siempre sin respuesta. 

Si sobra tanta comida ¿cómo es posible que haya tanta gente hambreada?

Si circula tanto dinero ¿cómo es posible que aumente la pobreza? ¿Por qué no se atiende a la ecología del planeta? ¿Por qué elegimos gobiernos más con la emoción que con la razón? ¿Por qué en tantos lugares del mundo se votan políticos que amenazan a la democracia? ¿Existe el sentido común? ¿Por qué la educación, las religiones, las filosofías y las Naciones Unidas no consiguieron detener los genocidios? ¿Cómo fue humanamente posible el Holocausto, el genocidio armenio, camboyano, guatemalteco, balcánico, ruandés y siguen las firmas? ¿Cuándo llegará el anhelado nunca más?

Esperemos que volvamos a hacernos las preguntas que no nos hacemos más, que las nuevas sean respondidas y que nos ayuden a ser más solidarios y que las viejas preguntas de siempre algún día tengan respuesta y, sobre todo, que no haga falta hacerlas nunca más.

Publicada en Clarin.

Publicado en el Diario de Leuco.

Vacuna anti-Covid: ya casi estamos ahí…

Cuando la amenaza es invisible, arbitraria y mortal; cuando no sabemos cómo evitarla, cómo paliarla, cómo prevenirla; cuando la ciencia se debate en la búsqueda de una solución que se demora, quedamos desnudos de recursos y a merced del miedo.

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Diferentes laboratorios están anunciando que  el final del túnel está cerca, que la dichosa fase tres está dando resultados promisorios y esperanzadores. Pero la ansiada vacuna todavía deberá esperar un tiempo para ser efectiva. La larga espera acrecienta el miedo y se abren nuevos miedos. No solo al contagio, no solo a la evolución en caso de enfermar, ahora se suma la duda en cuanto al tiempo de la inmunidad que cada vacuna promete y a sus consecuencias a largo plazo. Uno tras otro, son golpes a nuestra omnipotencia que nos enfrentan con una insoportable incertidumbre. 

Cuando tenía diez años sobreviví a la epidemia de poliomielitis. Digo que sobreviví porque todos los chicos estábamos amenazados y vivíamos aterrorizados ante ese monstruo inasible que amenazaba con matarnos por asfixia o, en el mejor de los casos, con dejarnos paralíticos. Todos los días la radio y los diarios daban la macabra cuenta de la cantidad de chicos que habían ingresado en los pulmotores. Ni idea de qué eran los pulmotores pero sonaban horrible, como cámaras de tortura. Ese verano las vacaciones se extendieron como hasta abril en mi borroso recuerdo, lo que era un regalo impensado que compensaba el terror pulmotórico. No sé de dónde salió que el alcanfor ahuyentaba al virus tenebroso y ahí andábamos todos los chicos con la bolsita de alcanfor colgando del cuello como si fuera un fascinum que bloqueara al mal de ojo. Salir a la calle sin la bolsita de alcanfor era tan espantoso como salir hoy sin el tapabocanariz, solo que no así de racional. Cuando no hay respuestas, cuando la ciencia parece impotente y el terror se impone, viene a nuestro rescate el mundo mágico de lo irracional. Como en la antigüedad, cuando los fenómenos naturales no tenían explicación y se apelaba a dioses o fuerzas sobrenaturales a las que era preciso agradar para evitar su ensañamiento, también hoy buscamos con desesperación algún conjuro que nos libre de todo mal.

Mi hijo mayor tuvo un melanoma (fue hace 25 años, ya está dado de alta hace mucho), cuando creí que estaba a punto de morir, ninguna explicación me resultó plausible. Había conocido a varias personas que no lo habían sobrevivido. No creí que la medicina lo salvaría y, aunque hicimos todo lo necesario, no pude impedir colocar una ristra de ajos en la cabecera de su cama. “El ajo espanta a los virus” decían y sumida en el terror y la irracionalidad más oscura me dije ¿por qué no? ¿a quién dañan los ajos? como si el melanoma hubiera sido causado por algún vampiro medieval. Y encima la culpa. Eran tiempos en los que las madres teníamos la culpa de todo. Del autismo, de la esquizofrenia y del cáncer. La culpa era nuestra compañera fiel cuyo dedo acusador nos señalaba como la fuente de todo lo que sufrían nuestros hijos.

Ni magia ni culpa irracional. Esperamos con ansias las vacunas. Todas. Cualquiera. Para la polio vino primero la Salk que daba miedo porque era inyectable  y unos años después la Sabin mucho más amable porque te la daban en unas gotas sobre un terrón de azúcar. Se terminó la polio y aquel terror de entonces es hoy una referencia en las crónicas históricas. Así será con el covid 19. Ya casi estamos ahí. Un poquito más. Solo un poquito. Y mañana será un recuerdo.

 publicada 19 de noviembre 2020 en Clarin



¿Cómo se llama esa forma de amor?

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Estoy desgarrada. Vivo en carne propia como el amor a veces tiene que vestirse de otras ropas, ropas extrañas, ropas inesperadas, tanto que cuesta ver debajo de ellas que sigue siendo amor.

Mi hija está volviendo a la Argentina con su marido y sus dos hijitos. Esperaba con ansias este regreso que era tan dudoso por la pandemia. Había planeado que en los primeros tiempos se alojaran con nosotros hasta que encontraran un sitio donde vivir. La idea de tenerlos en casa, de desayunar juntos, de acostar a los chicos, de leerles un cuentito sentada en el borde de la cama, de jugar con ellos durante su baño, de salir a pasear al perro de la mano del más grande, los asados, las charlas al anochecer, las películas que miraríamos juntos, esas imágenes me acompañaron todos estos meses esperando que el ansiado regreso se hiciera realidad. Pero cuando lo es, cuando ayer me anunciaron que ya está todo listo y llegan en dos semanas, el contexto había cambiado. Mi marido tiene 79 años y yo 75. Ambos con condiciones físicas de riesgo. Hace casi 6 meses que no tenemos contacto con nadie, que nos cuidamos de manera exhaustiva y consciente. La circulación del virus, el grado de contagios y de muertes, la progresiva carencia de camas y de personal idóneo que se ocupe de los internados, hace que el momento sea especialmente álgido y que los cuidados deban ser extremados. Y de pronto, cuando están cerca de llegar, debí decirles que el consejo que recibo por todas partes, lo más sensato, es que no vengan a vivir con nosotros. Que no solo no hagan la cuarentena obligatoria en casa como habíamos planeado, sino que incluso está desaconsejado enfáticamente que vivan acá después de esas primeras dos semanas. Que los chicos son portadores usualmente asintomáticos y que hay consenso en que los viejos y los chicos no tengan contacto alguno en espacios cerrados, que si se ven que sea al aire libre y manteniendo la distancia social preservadora. El hijo de unos amigos, en similares condiciones, les dijo “si por nuestra culpa, por haberlos visitado a pesar del aislamiento protector, alguno de ustedes dos se contagia, ¡me mato!”. No había pensado en la culpa que podrían sentir si nos pasara algo por no haber tenido el cuidado suficiente.

Es así, no puede ser de otra manera, pero igual me siento desgarrada. Mi nieta menor nació en enero, la acuné cuando fui de visita y soñaba con rodearla con mis brazos, besarla, olerla… y a su hermano mayor, a quien conozco tan bien y mimé en mis visitas, con quien hablamos en los video chats y nos intercambiamos gestos de cariño y a veces chistes… soñaba con tenerlos cerca por fin, poder compartir su día a día y disfrutar uno a uno cada logro… Pero las cosas se confabularon en contra, sólo podré hacerlo a distancia, sin contacto, sin tocarlos, sin sostenerlos, sin besarlos, sin olerlos…

Sé que lo que me pasa no es original ni extraordinario, que estamos todos igual. Sé que tenemos que atender al nivel superior de privilegiar la vida y asegurar su continuación. Lo sé. Lo sé todo. Pero igual me siento desgarrada.

Se me presenta aquella otra situación, la de mis padres durante la Shoá, cuando tuvieron que entregar a Zenuś que tenía dos años, a una familia cristiana que le permitiría seguir viviendo lejos del riesgo que sufrieron ellos de ser denunciados, deportados y asesinados por los nazis. La decisión de entregarlo debe haber sido de una crueldad inusitada. Siempre lo pensé como una evidencia del amor más generoso, el amor de quien se priva de la posesión y del contacto, el amor de quien privilegia el bienestar y quiere asegurar la supervivencia del hijo amado aún cuando deje de verlo, de cuidarlo, de tenerlo cerca. 

Y así como mis padres, muchos otros siguieron el mismo camino que hizo posible a sus hijos permanecer vivos. Algunos volvieron con sus padres o con uno de ellos, otros siguieron viviendo con su familia salvadora, algunos recuperaron su identidad, otros nunca la supieron, la mayoría se salvó. Mi hermanito nunca fue recuperado por mis padres. Les dijeron que había muerto aunque no “recordaban” el lugar en donde había sido enterrado. Mis padres ya no están pero vivieron en la constante y cruel incertidumbre de no saber qué había pasado con su hijo.

¿Cómo se llama ese amor que acepta entregar al hijo a la distancia, a la ausencia, al desconocimiento con tal de que viva? No tiene nombre porque, en condiciones normales, no hace falta ejercitarlo y la lengua no precisó llamarlo de ninguna manera. Como el amor de aquella madre en el famoso juicio del rey Salomón que, ante la amenaza de que su hijo fuera partido en dos, decidió que fuera entregado a la otra madre, eligió perderlo con tal de que siguiera vivo.

Mi desgarro al no poder convivir con mi hija y su familia está tan lejos de lo vivido por mis padres que hasta me da vergüenza haber hecho la asociación. Pero está en mi historia y me debo a ella. No es lo mismo, pero en mí se cruzan. Decidir la distancia, decidir el no contacto, fue entonces y es ahora una nueva definición del amor. El amor que sostiene a la vida como eje, sentido y horizonte. 

Me digo todo eso y el desgarro continúa desgarrado. La escena de esperar en el aeropuerto, de verlos salir, de correr a su encuentro, de alzar a los chicos, de besarlos y sentir su tibieza, no podrá ser. Pero tal vez, de esta manera, nos evitamos un riesgo que, para mi marido y para mí, puede representar nada menos que vivir o morir. 

¿Cómo se llama esta forma de amor?

Ahora no quiero salir

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Ahora que la cuarentena amenaza con flexibilizarse resulta que no quiero salir. Primero el shock de estar bajo una amenaza mortal invisible. Debía quedarme en casa. Lavarme las manos a cada rato. Rociar con alcohol enfervorizadamente todo lo que venía de afuera, zapatos, llaves, tarjetas de crédito. Dejar verduras y frutas inmersas en agua con lavandina. Tapabocas hasta para dormir. ¿Salir con el perro? ¡Imposible! ¡Los virus agazapados sobre las veredas esperaban que se le pegara en las patas! Lo sacábamos al patio, arnés, correa y él movía la cola contento. ¿Qué pasaría con las reuniones de trabajo? ¿Y los pacientes? ¿Y las charlas y conferencias que tenía comprometidas? Aparición estelar de zoom, meet y whatsapp en nuestro resctate y empezamos a vivir una nueva forma de comunicación y encuentros. Pero cuando la novedad ya no lo fue, llegó el cansancio, un cansancio desconocido y diferente. El agobio “pantallar” de las horas quietas mirando fijo a gente encuadrada en cajitas con vista al frente. Y también mi cara. ¡Qué extrañeza y espanto! ¿Así me veían los demás? Forzada a ese cruel y pesado escrutinio, se sumaron otros cansancios. La vestimenta y el arreglo sólo para la mitad superior. Daba igual el calzado o si lo que tenía debajo de la cintura combinaba con lo de arriba en ese cuerpo dividido en dos partes incomunicadas. La nueva convivencia 24x7 con mi marido, aprender a no tropezarnos, a convenir detalles que nunca antes nos fue necesario hacer, el menú de cada comida, los horarios de nuestras actividades, las tareas de la casa, las decisiones de las compras. Y llegó el hartazgo de estar harta, la inminencia de una explosión, un “ya no aguanto más”, como ese grano que está listo para reventar y había que tener a mano antisépticos para contener la podredumbre que saldría. ¡Listo! ¡Basta! Y fuimos relajando los cuidados. Ya el perro había recuperado sus salidas por la calle. Alguna vez que tuve que ir a la farmacia debí volver a casa porque había olvidado el tapabocas. Vivía los días repetidos, sin tener idea de si era domingo o jueves, temporalmente perdida en un mar de días uniformes. El paso del tiempo tenía una insólita vida propia, todo era de una pesada lentitud y al mismo tiempo vertiginoso y fugaz. Y de pronto, cuando nos fuimos acostumbrando a vivir en peligro y aprendimos a cuidarnos mejor y las calles van recuperando gente y los negocios que quedaron suben sus persianas y pareciera que vamos hacia el reencuentro de aquella normalidad perdida, ¡no tengo ganas de salir! Y no es solo por mi edad, condición física o proverbial rebeldía. Tengo el privilegio de haber podido seguir mi actividad, de no tener un negocio que cerró, de seguir con mi vida más o menos igual que antes. No quiero volver al tráfico enloquecido ni a perder horas yendo a reuniones de media hora. Quiero despertarme descansada y desayunar tranquila. Me amigué con las pantallas y prefiero, para lo que se pueda, seguir online. No quiero apuros, urgencias, ni culpas por no hacer a tiempo, la exigencia de un mundo loco que se volvió una picadora de carne. Lo presencial será maravilloso para los besos y abrazos de mis hijos y nietos, para mis amigos queridos con los que estar en silencio disfrutando del estar juntos. Puedo elegir no salir y mantener lo mejor de los dos mundos, “en su medida y armoniosamente”. Menos correr y amontonarse. Besar a pocos, no es preciso a todos. Proximidades y lejanías redibujadas. Nuevos saludos. Nuevos abrazos. Siempre las ganas de vivir.

Publicada en Clarin 11 de agosto 2020

Radio Jai (entrevista en audio) 12 de agosto 2020

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Encierro y encierros. No es igual.

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Hay voces que comparan esta cuarentena con el encierro de los judíos durante el nazismo. Situaciones incomparables. La pandemia es un cataclismo natural sin intencionalidad humana. La Shoá, por el contrario, fue planificada y realizada por personas.

Esa diferencia es esencial. No hubo ni hay acá hordas asesinas dispuestas a caer sobre nosotros. El enemigo no tiene forma humana, es invisible. No estamos en medio de una guerra. La pandemia no tiene voz ni esgrime razones, no pretende crear una “raza superior” ni conquistar al mundo. No hay ejércitos ni partisanos que nos defiendan, sólo contamos con los infectólogos y la tan esperada vacuna.  

No estamos igual que entonces. De ninguna manera.

Este encierro es muy diferente de aquél y bien que lo saben los que sobrevivieron escondidos para no ser asesinados.

Estamos a mediados de julio de 2020. Empiezo a escribir esto cumpliendo los 4 meses de mi cuarentena y reviso lo vivido en un paralelo retrospectivo. Pienso en mis padres escondidos en un altillo durante casi dos años y desde mi propio encierro me preguntaba cómo habrá sido aquél. Reducido a relato, era un bloque cerrado y opaco en el que cada minuto, cada hora, cada día de aquellos interminables 22 meses eran una madeja enredada y apelotonada.

El tal altillo era un pequeño desván con una altura que no llegaba al metro. Más que un altillo era un bajillo, no podían ponerse de pie. Estuvieron allí durante 22 meses mi mamá, mi papá, una tía y mi primo Celus de 5 años. Una vez por día recibían algún alimento y agua y se vaciaba el tacho en el que habían hecho sus necesidades. El silencio debía ser total para que ningún vecino sospechara, los denunciara y fueran asesinados todos, tanto los judíos escondidos como la familia cristiana que los alojaba. Los domingos, cuando  iban a misa, podían bajar, lavarse, estirar las piernas y dar unos pasos.  

¿Cómo fue cada minuto, cada hora de cada uno de esos 666 días? En casa tengo todo lo necesario: cocina, dormitorio, sala de estar, ventanas para ver el cielo que entre el sol y, sobre todo, tengo baño con inodoro, papel higiénico, agua corriente y puerta; duermo sobre una cama, con colchón, almohadas y sábanas limpias; hay provisiones en la heladera y puedo comer y elegir qué. Tengo teléfono e internet, mantengo mis conexiones, puedo seguir trabajando y hasta ver cine y series. 

¿Cómo era no poder estar de pie ni moverse esperando dar unos pasos titubeantes un rato los domingos? ¿Cómo eran la tristeza, la angustia, la incertidumbre de no saber cuándo iba a terminar? ¿Qué hacían con mi primito que debió rehabilitar sus piernas al salir porque se le habían atrofiado? ¿Y los que estuvieron escondidos en pozos, graneros, bosques a la intemperie? ¿Cómo soportaron el intenso frío y el calor infernal? ¿Y cuando debían cambiar de lugar, aterrados mirando hacia uno y otro lado temiendo ser descubiertos? 

Me atormentan esas preguntas y me admira su firme determinación de vivir. Me quejo de que estoy harta, y lo estoy. Estoy hartísimamente harta. No sé si las decisiones gubernamentales son correctas pero no puedo más que acatarlas con martillo, curva aplanada y la mar en coche. Pero en medio del encierro vuelven aquellos 666 días de mis padres que ahora leo de otra manera, con intriga y admiración. ¿Habré heredado aquella fuerza? ¿Podré sostener con dignidad e hidalguía esto que tampoco elegí? 

Cuando era chica preguntaba cómo lo habían aguantado. Mamá me miraba con cara de ¿nena-qué-tontería-preguntás? y respondía: “Considerando la alternativa… estábamos bien. ¡Sobrevivimos!”

Publicado en El Diario de Leuco

De las historietas a la historia

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Las historietas, como llamábamos a los cómics, fueron parte de mi infancia y de buena parte de mi vida. Las “revistas mejicanas” como Superman y La Pequeña Lulú; Rico Tipo y su inolvidable “el otro yo del Dr Merengue”, Pelopincho y Cachirula, Peanuts. Las novelas de Intervalo y los policiales de El Tony, D’Artagnan; Tía Vicenta, Fierro, Patoruzito, El Eternauta… Sé que me olvido de muchas y vienen a mi memoria las tiras de Mafalda, Clemente, Mendieta, Isidoro Pereyra, Diógenes y el linyera. Siguen nuevas tiras que publican los diarios, algunas cómicos otras provocadoras o críticas, filosóficas o poéticas, con una mención especial para “Maus” del gran Spiegelman y “El Camino a Auschwitz” de Gorodischer.

Dibujos con historias y personajes en encuadres clásicos: un cuadrado y adentro las figuras y los globitos con los parlamentos. Hoy gran parte del escenario de las viñetas es el nuestro, hoy somos un poco personajes de historieta. Gracias a la tecnología saltamos del papel a la pantalla y nos encontramos, nos vemos y dialogamos dentro de un escenario parecido al de los cómics.

Guardados en nuestras casas a salvo del virus todopoderoso, pegajoso y malévolo, nos relacionamos con los demás enmarcados en un cuadrado prolijo y alineado, grande en la computadora o chiquito en el celular. Adentro del encuadre fijo solo hay alto y ancho, nada de profundidad. Nuestro cuerpo y el de los demás tiene ahora dos dimensiones, es la voz producida por una imagen chata e intocable. Sentados ante el dispositivo de turno aparecemos amputados de la cintura para abajo, solo torso y cabeza, una especie de hemiplejia instrumental o ausencia fraguada. Atentos a lo que se ve atrás no vaya a ser que se revele algo que no queremos que se sepa, una puesta en escena cuidada que se ha vuelto nuestra nueva tarjeta de presentación. 

Las caras miran fijo y luego del tiempo limitado en que la atención está prendida, se van vaciando las miradas y quedan espectros que hacen como que miran forzándose a parecer atentos, receptivos y disimulando que ya basta, que me quiero levantar, desperezarme, no estar siendo mirado ni hacer que miro con interés todo el tiempo, quiero poder volver a poner la cara que tengo cuando no debo cuidarme del escrutinio de todos esos ojos que me ven y vaya uno a saber qué están pensando cuando me miran. Todo esto requiere un esfuerzo suplementario para nuestro pobre cerebro que tiene que aprender a procesar estos nuevos inputs con los que no contaba. Termina siendo agotador al final del día.

Los ángulos que enmarcan esta estructura son inflexibles, de 90 grados que no se estiran ni redondean, estamos uno al lado del otro pero todos igualmente encerrados cada uno en su cubículo cueva. Parecemos estar bien cerca, pero en realidad no. Parecemos estar conectados el ojo en el ojo, pero en realidad no. Sin embargo vemos, vemos hasta lo que no queremos que se vea. 

Lo peor es lo que uno ve de uno mismo. Verse estático, verse hablar, callar, gesticular, es un verse al que uno no estaba acostumbrado. Vivíamos sin vernos eso que los demás nos veían. Vivíamos en la inconsciencia de lo que nuestros mínimos gestos decían. Vivíamos creyéndonos más jóvenes, más lindos, más tersos, un tanto ideales. Solíamos sorprendernos cuando no nos reconocíamos en fotos, grabaciones o en filmaciones. Ahora estamos delante de nosotros mismos, y el realismo y la irrealidad conviven contradictoriamente en este verse y saberse cómo es uno mientras está siendo. Porque era un alivio no verse mientras uno vivía preso de la mirada de los demás pero libre de la propia. Uno podía soñar, poner a volar la imaginación, dibujarse otras líneas y pintarse de nuevos colores. Ya no más. 

Eso que hay dentro del cuadrado, sentadito, firme y mirando derechito y fijo, somos nosotros ahora.

“¡Vista al frente!” nos decían en la primaria, seguía con “¡tomar distancia!” y estirábamos un brazo hacia adelante y la fila se iba alargando para atrás a medida que el resto hacía lo mismo. Ahora estamos a distancia pero no nos vemos las espaldas porque en la pantalla solo salimos en primer plano y de frente. Adyacentes uno al lado del otro, no tenemos como alejarnos cuando, en realidad, estamos tan lejos. Lejos y cerca están queriendo decir otras cosas. 

Nuestras caras son una parte importante de quienes somos pero ni de lejos alcanzan a ser quienes somos. Extraño aquello que se llamaba clima, energía, piel, presencia, el cuidado de respetar la distancia en la que cada uno se siente cómodo, lo que permite el encuentro y lo hace amable. Esto que estamos haciendo, y bienvenido sea dadas las circunstancias, se parece a un encuentro, se le parece bastante, pero no lo es del todo. 

Cuando estoy de viaje y chateo por algún medio electrónico con mi marido, él acerca su celular a nuestro perro y le hablo, le digo las mismas cosas que le digo siempre y en el mismo tono pero él no reacciona, en la pantalla no me reconoce ni me ve, es como si no me oyera, como si yo no estuviera ahí. Y tiene razón. No estoy. No me puede oler, no le llegan los ecos físicos de mi presencia ni las moléculas de aire que se mueven cuando uno habla. 

Está bueno el no tener que desplazarnos para las reuniones que no precisan que estemos personalmente. Pero después de esta cuarentena (que ya está siendo una sesentena o vaya uno a saber qué número resultará al final), la presencia real tendrá un nuevo protagonismo hoy revalorizado en lo que tiene de único e irreemplazable. Los encuentros vía internet vinieron para quedarse y cuando esto termine recuperaremos con felicidad renovada los encuentros personales que aprendimos a extrañar tanto. 

Las historietas que nos alojan hoy serán la historia algún día, cuando sean la memoria y el relato de esto que nos tocó vivir en el comienzo de la segunda década del siglo XXI amén.  

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.


publicado en Infobae el 10 de junio de 2020

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Cercanía forzosa.

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El mundo barajó y está dando de nuevo. Cada uno en su casa protegiéndose y protegiendo. Estamos ante un desafío global inédito y deberemos ponerle la mejor onda a esta convivencia tan próxima, tan inescapable, tan provocadora.

Esta cercanía, parecida a cuando nos vamos de vacaciones y tenemos que estar juntos tooooodo el día tooooodos los días, se complica hoy con la restricción geográfica de no poder salir de las cuatro paredes que limitan nuestro espacio de vida y no podemos huir de nosotros mismos. 

Me hace acordar a lo que me pasó cuando comencé a usar lentes de contacto. De pronto descubrí cómo era mi cara de verdad porque no pude más que ver todo lo que antes no veía. La miopía no te deja ver bien, es como si todo estuviera más lejos. 

Y de lejos todo es más lindo. 

La cercanía puede ser cruel porque revela los detalles mínimos. Lo mismo pasa ante alguien que no se conoce, se lo ve como a la distancia y con bordes poco nítidos y parece tener cualidades, colores y condiciones que, a medida que nos vamos acercando y viendo con más precisión, advertimos que no siempre estaban. 

Solemos ser miopes con los desconocidos y los investimos con lo que esperamos, lo que necesitamos, lo que nos gustaría que tuvieran. Ellos tampoco ayudan porque se presentan con su mejor cara, como las fotos que elegimos publicar en las redes sociales.  

Esta combinación, tantas veces tramposa, se va desmoronando a medida que nos vamos acercando y los detalles comienzan a dibujarse con mayor claridad. Lo que brillaba se opaca. Lo que era cuidado y nítido se vuelve desaliñado y desprolijo. A medida que la distancia se va acortando, la diferencia entre lo que se creía ver al principio y lo que hay puede ser fatal para la continuación de la relación. O no, puesto que a veces, mirar de cerca permite ver cualidades que de lejos pasaban desapercibidas y no se valoraban.

Pero a veces, más de lo que imaginamos, la imagen primera, aquella promesa de perfección, sigue existiendo como promesa y si el otro resulta no ser tan bello, tan dulce, tan amoroso, tan inteligente, tan comprensivo, tan ordenado, creemos que nos lo hace a propósito. Lo que veíamos a la distancia era tan maravilloso que reconocer la realidad es un doloroso golpe a la ilusión mágica de perfección y felicidad total e instantánea. Por algo los cuentos de hadas terminan con el matrimonio. La convivencia es como mis lentes de contacto, acorta la distancia y las imperfecciones se hacen visibles. Nos sentimos traicionados y aquella ilusión de felicidad se va borroneando y nos deja con la pregunta atormentadora de si era éso lo que esperábamos, lo que nos merecíamos, con lo que tendremos que vivir el resto de nuestra vida.

Dan Ariely, académico de la universidad de Duke, lo dice claramente en este video animado (https://bit.ly/2tSnLmJ, activar subtítulos) donde hace una analogía entre una pareja y un departamento alquilado. Imaginemos, nos dice, que el contrato de alquiler es de día por día, el inquilino no sabe si seguirá al día siguiente. ¿Hará alguna mejora en el departamento? ¿lo pintará si comienza a descascararse? ¿resolverá algún problema que pudiera aparecer? ¿lo embellecerá? ¡Claro que no! si no está seguro de que seguirá allí no hará ningún esfuerzo. Lo mismo pasa con la pareja. Cuando ya  no brilla ni nos entusiasma como esperábamos, nos aferramos a la idea de mudarnos, “¿y si me voy y busco otro?” estamos como el inquilino de día por día. ¿Para qué invertir en mejorar la convivencia si deseamos que termine? El divorcio parece la única salida.

Estamos en un momento en que debemos asumir que el alquiler seguirá por un tiempo, que no podemos dejar pasar las cosas que se deterioran o descascaran porque es el espacio en el que vivimos. Limpiemos las telarañas que se acumularon, pongámoslo lo mas lindo que podamos, cambiemos los muebles de lugar y busquemos los espacios en los que nos vemos mejor, en los que vemos a nuestro otro mejor. Hoy lo que soñábamos al principio está puesto en cuestión y nos encuentra en un lugar que tal vez no habíamos buscado pero en el que se nos va la vida. Hay que barrer todos los días, poner flores, arreglar esa canilla que gotea y el enchufe que está en corto. Es un esfuerzo, pero el mantener las cosas lo mejor posible hará que la casa -es decir, nosotros- se vea mucho mejor. Aprovechemos este torcimiento de la vida que nos fuerza a convivir tan cerca para encontrarlo que habíamos pasado por alto, lo que dábamos por supuesto, lo que habíamos dejado de ver y valorar.  

Demasiado lejos enciende nuestra imaginación y no nos deja ver. Demasiado cerca atenta contra nuestra perspectiva y tampoco nos deja ver. Encontrar la distancia óptima, una nueva perspectiva, es uno de los secretos de esta convivencia insólita para volverla a nuestro favor lo más que podamos. Respetemos nuestros momentos de aislamiento dentro del aislamiento: si hace falta cerremos una puerta y quedémonos solos recuperando el aire. La presencia constante del otro que opina, critica y juzga es desgastante. Recordemos además que nosotros somos el otro de nuestro otro y evitemos, en lo posible, opinar, criticar y juzgar porque intoxica el aire. Encontremos la distancia óptima para que esta convivencia no se vuelva un infierno. Sartre decía “el infierno son los otros”. Prestémosle mucha atención y pongamos todo nuestro esfuerzo en que no lo sea.


Tal vez suene cursi y meloso, pero esta cercanía forzosa nos desafía a bajar un cambio y reencontrar aquello que nos enamoró, aquello que nos puede hacer bien aunque nuestro otro se empeñe en no ser todo lo perfecto que esperábamos. El amor no es un estado de pasión y entusiasmo estable e inamovible, cambia, por momentos parece que ya no está, tiene diferentes caras, como la luna. Parafraseando a John Lennon, démosle una oportunidad al amor.

Publicado en La Nación

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