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Coreografías amorosas del día a día

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La cercanía forzosa cuestiona nuestra intimidad. ¿Si estamos tan cerca por qué no la sentimos? ¿Qué entendemos por intimidad? Es una vivencia, a veces solo un instante mágico, otras que persiste un tiempo, y que solo sucede en un clima de entrega sostenido por la confianza. No sucede si hay miedo o prevención. Como los trapecistas, solo nos arrojamos a la intimidad cuando sabemos que el otro nos recibirá en el aire antes de que caigamos. Para confiar necesitamos tener la seguridad de ser aceptados, escuchados con empatía, la mirada límpida, el corazón abierto.¿Cómo abrirse a un otro temiendo juicio, crítica o acusación? En esta convivencia forzosa, la mirada del testigo omnipresente nos levanta defensas de cautela y preservación. A veces cuanto más cerca físicamente más lejos la intimidad anhelada. 

Suele asociarse intimidad con sexo, como si solo allí fuera posible una entrega confiada. Tristemente, las más de las veces no lo es. El sexo puede ser mera descarga, puede ser gimnasia, puede ser ejercicio de poder, dominación, sometimiento o desvalidez, todo ello sin una pizca de intimidad. Solo cuando el encuentro sexual nace y vive en la intimidad es hacer el amor, cuando la piel y los genitales, el deseo y la mirada, surgen de la entrega confiada, la aceptación genuina, el placer de ser uno mismo y de estar con otro que siente el mismo placer.

Pero es mucho más que el sexo. Podemos vivir momentos íntimos en muchas otras situaciones. Tuve algunas veces conversaciones de una intimidad abierta con quien estaba a mi lado en un viaje de avión, alguien que no volvería a ver nunca, pero que por alguna razón, tal vez porque no nos veríamos nunca más, me permitía una entrega confiada y relajada. Éramos dos páginas en blanco ante largas horas de inmovilidad, dos personas desconocidas que teníamos la libertad de fingir ser otros o de abrirnos impúdicamente de un modo que no haríamos con conocidos o familiares. Tuve conversaciones íntimas inolvidables con personas que he olvidado totalmente. No conocernos y saber que no nos volveríamos a ver se transformaba en la red de seguridad de los trapecistas. 

Se pueden vivir momentos íntimos de muy diferentes maneras y con diferentes personas. En una charla corazón a corazón uno se desnuda y se atreve a mostrar lo que suele ocultar. Son momentos-gema en los que sentimos el alivio de compartir una pena, una desilusión, un anhelo inconfesable y nos atrevemos a mostrarnos de verdad, con nuestra más humana fragilidad y carencia. Recibir de la otra persona un te entiendo, también me pasaría lo mismo, qué duro debe ser es la confirmación de que nos escuchó, nos recibió, no nos criticó ni juzgó, nos aceptó y nos contuvo. 

El acto de comer es otro escenario privilegiado. Elegir el menú de a dos, comprar los ingredientes necesarios, seleccionar la bebida, poner y adornar la mesa, encenderse con la luz adecuada, ¿tal vez música?, paladear todo, el aperitivo, el primer plato, el plato principal, el postre, cada bocado como si fuera el último, la vida entera en cada instante. 

Así, comer, y tantas otras conductas automáticas, pueden volverse una coreografía amorosa que no precisa de muchas palabras, solo del placer de estar, la conciencia abierta en cada momento y la firme determinación de paladear cada segundo sabiendo que hay red y que nuestro otro está paladeando lo mismo al mismo tiempo. 

Me dirán que fue quizá solo un destello en la oscuridad. Tal vez. La felicidad está hecha de instantes. También la intimidad. 

Publicado en Clarin.

Encierro y encierros. No es igual.

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Hay voces que comparan esta cuarentena con el encierro de los judíos durante el nazismo. Situaciones incomparables. La pandemia es un cataclismo natural sin intencionalidad humana. La Shoá, por el contrario, fue planificada y realizada por personas.

Esa diferencia es esencial. No hubo ni hay acá hordas asesinas dispuestas a caer sobre nosotros. El enemigo no tiene forma humana, es invisible. No estamos en medio de una guerra. La pandemia no tiene voz ni esgrime razones, no pretende crear una “raza superior” ni conquistar al mundo. No hay ejércitos ni partisanos que nos defiendan, sólo contamos con los infectólogos y la tan esperada vacuna.  

No estamos igual que entonces. De ninguna manera.

Este encierro es muy diferente de aquél y bien que lo saben los que sobrevivieron escondidos para no ser asesinados.

Estamos a mediados de julio de 2020. Empiezo a escribir esto cumpliendo los 4 meses de mi cuarentena y reviso lo vivido en un paralelo retrospectivo. Pienso en mis padres escondidos en un altillo durante casi dos años y desde mi propio encierro me preguntaba cómo habrá sido aquél. Reducido a relato, era un bloque cerrado y opaco en el que cada minuto, cada hora, cada día de aquellos interminables 22 meses eran una madeja enredada y apelotonada.

El tal altillo era un pequeño desván con una altura que no llegaba al metro. Más que un altillo era un bajillo, no podían ponerse de pie. Estuvieron allí durante 22 meses mi mamá, mi papá, una tía y mi primo Celus de 5 años. Una vez por día recibían algún alimento y agua y se vaciaba el tacho en el que habían hecho sus necesidades. El silencio debía ser total para que ningún vecino sospechara, los denunciara y fueran asesinados todos, tanto los judíos escondidos como la familia cristiana que los alojaba. Los domingos, cuando  iban a misa, podían bajar, lavarse, estirar las piernas y dar unos pasos.  

¿Cómo fue cada minuto, cada hora de cada uno de esos 666 días? En casa tengo todo lo necesario: cocina, dormitorio, sala de estar, ventanas para ver el cielo que entre el sol y, sobre todo, tengo baño con inodoro, papel higiénico, agua corriente y puerta; duermo sobre una cama, con colchón, almohadas y sábanas limpias; hay provisiones en la heladera y puedo comer y elegir qué. Tengo teléfono e internet, mantengo mis conexiones, puedo seguir trabajando y hasta ver cine y series. 

¿Cómo era no poder estar de pie ni moverse esperando dar unos pasos titubeantes un rato los domingos? ¿Cómo eran la tristeza, la angustia, la incertidumbre de no saber cuándo iba a terminar? ¿Qué hacían con mi primito que debió rehabilitar sus piernas al salir porque se le habían atrofiado? ¿Y los que estuvieron escondidos en pozos, graneros, bosques a la intemperie? ¿Cómo soportaron el intenso frío y el calor infernal? ¿Y cuando debían cambiar de lugar, aterrados mirando hacia uno y otro lado temiendo ser descubiertos? 

Me atormentan esas preguntas y me admira su firme determinación de vivir. Me quejo de que estoy harta, y lo estoy. Estoy hartísimamente harta. No sé si las decisiones gubernamentales son correctas pero no puedo más que acatarlas con martillo, curva aplanada y la mar en coche. Pero en medio del encierro vuelven aquellos 666 días de mis padres que ahora leo de otra manera, con intriga y admiración. ¿Habré heredado aquella fuerza? ¿Podré sostener con dignidad e hidalguía esto que tampoco elegí? 

Cuando era chica preguntaba cómo lo habían aguantado. Mamá me miraba con cara de ¿nena-qué-tontería-preguntás? y respondía: “Considerando la alternativa… estábamos bien. ¡Sobrevivimos!”

Publicado en El Diario de Leuco

¡Harta de estar harta!

El hartazgo tiene dos acepciones. En una, se está harto cuando uno se siente satisfecho, pleno, sin necesidades, completo. En otra, uno está harto cuando está cansado, empachado, superado: cuando no aguanta más. 

Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué / La rosa de los vientos me ha de ayudar / Y desde ahora vais a verme vagabundear / Entre el cielo y el mar. / Vagabundear

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¡Qué invitante el elogio al vagabundeo de Serrat! ¡Vagabundear! ¡Dejarse salir sin destino prefijado, ir al garete siguiendo los vientos del deseo, el cielo y el mar! ¿Te acordás de cuando lo podíamos hacer? Antes, los destinos estaban limitados a quienes tenían el dinero para poder hacerlo. Hoy, ni el dinero te presta las alas de aquella libertad. Nos hemos igualado, todos. El virus no discrimina ni pregunta quién sos, si sos bueno o malo, blanco o negro, homo o hétero, populista o liberal. Viene, se enseñorea en el reino de nuestra biología y se ríe de aquellas cosas que creíamos que nos diferenciaban y que nos hacían creer que éramos mejores o peores que otros. Pero mal de muchos, ya sabemos... 

¿De qué estoy harta? No es solo de la limitación del vagabundeo. Estoy harta de la inundación constante de noticias e informaciones, contradictorias, cambiantes, sensacionalistas, engañosas. Estoy harta de que no se hable de otra cosa. Estoy harta de las infografías, de los pronósticos, de las expectativas de tratamientos que no llegan, de la perentoriedad de una amenaza que nos tiene amordazados. Estoy harta de celebrar que estoy viva, que mi marido lo esté así como mis hijos, nietos y amigos queridos, como si estar vivos se hubiera vuelto lo único que podemos esperar de la vida. Obviamente si estás en el umbral y de un lado está la vida y del otro la muerte, la vida es ese milagro a celebrar. Pero está siendo una vida en sordina, estática y pasiva, que sale de la incertidumbre conocida para caer en otra más incierta aún que nos impele a protegernos para que, de manera dramática y urgente, nos mantengamos vivos. Al mismo tiempo me digo que no aparece a la vista otra manera de seguir, que debo ser más tolerante y paciente, que más se sufrió en la guerra (mis padres sobrevivieron escondidos en un altillo casi dos años durante el Holocausto), que al menos yo no estoy tan mal, tengo un techo que me protege de la lluvia y el frío, agua corriente y baño, mi marido se la banca con dignidad y bonhomía y mi perro no entiende de cuarentenas ni sufre por ello, todo lo contrario, porque nos tiene a su lado todo el tiempo y es todo lo que le hace falta. Son privilegios que tengo la suerte de tener y es una parte buena de este período porque me pone delante lo que daba por dado, casi que no veía y que hoy agradezco tanto.

Entiendo que el aislamiento está destinado a nuestra preservación y cuidado, no abogo por romperlo de manera irresponsable, hablar de mi hartazgo es tan solo un desahogo. Quiero volver a mi rutina habitual. Quiero volver a enojarme porque el tráfico está imposible. Quiero volver a sentarme con amigos en un café, solo a pasar el tiempo sin tener que hablar de algo en particular. Creo que ya sé que no volveremos a compartir el mate, que ese ritual tan rioplatense, tan de confianza y de proximidad, tendrá que ser cambiado por otro en el que cada uno chupará de su propia bombilla. Ya sé que esto dibujará un nuevo límite en nuestras interacciones pero quiero volver a la rutina de lo que era. Estoy harta de no saber qué día es, de que domingo y jueves sean palabras sin sentido, que calzarse haya quedado en el olvido y que la ropa de la cintura para abajo no deba ser elegida con el mismo cuidado que la que cubre el torso.

Y por si esto fuera poco, la dimensión temporal me resulta enloquecedora porque está tergiversada de un modo insólito: el tiempo detenido de agua estancada, coexiste con el tiempo vertiginoso, fugaz e inasible. No sé si algo que pasó fue esta mañana o hace dos meses, cuando digo “el otro día” puede corresponder a cualquier momento entre ayer y mediados de marzo cuando todo empezó. Por un lado es un eterno domingo sin diferencias entre un día y otro y de pronto y al mismo tiempo ya cambió el mes y estamos en junio. Winter is coming. Miro hacia atrás sorprendida, como si hubiera estado dormida en una caja de cristal, en un sueño sin sueños y el tiempo hubiera pasado sin que yo estuviera allí y para más inri como se dice en España, sigue sin venir el príncipe que me despertará con un beso de amor.

Sé que soy una privilegiada. Que aunque el dinero no es freno al contagio y todos podemos ser alcanzados por el virus,  si tenés dinero te podés cuidar mejor, disponés de espacios para aislarte, abrís una canilla y hay agua corriente para lavarte las manos, podés comprar el alcohol para desinfectarte y si te contagiás te recibirán en los mejores sitios para curarte. Por eso tantas víctimas mortales provienen de donde reina la carencia, la injusticia social y la iniquidad. 

Aunque el virus nos puede atacar a todos, algunos tenemos más posibilidades de contrarrestarlo que otros. Es con impotencia y culpa que escribo esto porque me digo que ante tanta injusticia no tengo derecho a estar harta. Pero lo estoy y me hace bien aliviarme y gritarlo a los cuatro vientos:  ¡ESTOY HARTA! ¡HARTA DE ESTAR HARTA!

Cercanía forzosa.

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El mundo barajó y está dando de nuevo. Cada uno en su casa protegiéndose y protegiendo. Estamos ante un desafío global inédito y deberemos ponerle la mejor onda a esta convivencia tan próxima, tan inescapable, tan provocadora.

Esta cercanía, parecida a cuando nos vamos de vacaciones y tenemos que estar juntos tooooodo el día tooooodos los días, se complica hoy con la restricción geográfica de no poder salir de las cuatro paredes que limitan nuestro espacio de vida y no podemos huir de nosotros mismos. 

Me hace acordar a lo que me pasó cuando comencé a usar lentes de contacto. De pronto descubrí cómo era mi cara de verdad porque no pude más que ver todo lo que antes no veía. La miopía no te deja ver bien, es como si todo estuviera más lejos. 

Y de lejos todo es más lindo. 

La cercanía puede ser cruel porque revela los detalles mínimos. Lo mismo pasa ante alguien que no se conoce, se lo ve como a la distancia y con bordes poco nítidos y parece tener cualidades, colores y condiciones que, a medida que nos vamos acercando y viendo con más precisión, advertimos que no siempre estaban. 

Solemos ser miopes con los desconocidos y los investimos con lo que esperamos, lo que necesitamos, lo que nos gustaría que tuvieran. Ellos tampoco ayudan porque se presentan con su mejor cara, como las fotos que elegimos publicar en las redes sociales.  

Esta combinación, tantas veces tramposa, se va desmoronando a medida que nos vamos acercando y los detalles comienzan a dibujarse con mayor claridad. Lo que brillaba se opaca. Lo que era cuidado y nítido se vuelve desaliñado y desprolijo. A medida que la distancia se va acortando, la diferencia entre lo que se creía ver al principio y lo que hay puede ser fatal para la continuación de la relación. O no, puesto que a veces, mirar de cerca permite ver cualidades que de lejos pasaban desapercibidas y no se valoraban.

Pero a veces, más de lo que imaginamos, la imagen primera, aquella promesa de perfección, sigue existiendo como promesa y si el otro resulta no ser tan bello, tan dulce, tan amoroso, tan inteligente, tan comprensivo, tan ordenado, creemos que nos lo hace a propósito. Lo que veíamos a la distancia era tan maravilloso que reconocer la realidad es un doloroso golpe a la ilusión mágica de perfección y felicidad total e instantánea. Por algo los cuentos de hadas terminan con el matrimonio. La convivencia es como mis lentes de contacto, acorta la distancia y las imperfecciones se hacen visibles. Nos sentimos traicionados y aquella ilusión de felicidad se va borroneando y nos deja con la pregunta atormentadora de si era éso lo que esperábamos, lo que nos merecíamos, con lo que tendremos que vivir el resto de nuestra vida.

Dan Ariely, académico de la universidad de Duke, lo dice claramente en este video animado (https://bit.ly/2tSnLmJ, activar subtítulos) donde hace una analogía entre una pareja y un departamento alquilado. Imaginemos, nos dice, que el contrato de alquiler es de día por día, el inquilino no sabe si seguirá al día siguiente. ¿Hará alguna mejora en el departamento? ¿lo pintará si comienza a descascararse? ¿resolverá algún problema que pudiera aparecer? ¿lo embellecerá? ¡Claro que no! si no está seguro de que seguirá allí no hará ningún esfuerzo. Lo mismo pasa con la pareja. Cuando ya  no brilla ni nos entusiasma como esperábamos, nos aferramos a la idea de mudarnos, “¿y si me voy y busco otro?” estamos como el inquilino de día por día. ¿Para qué invertir en mejorar la convivencia si deseamos que termine? El divorcio parece la única salida.

Estamos en un momento en que debemos asumir que el alquiler seguirá por un tiempo, que no podemos dejar pasar las cosas que se deterioran o descascaran porque es el espacio en el que vivimos. Limpiemos las telarañas que se acumularon, pongámoslo lo mas lindo que podamos, cambiemos los muebles de lugar y busquemos los espacios en los que nos vemos mejor, en los que vemos a nuestro otro mejor. Hoy lo que soñábamos al principio está puesto en cuestión y nos encuentra en un lugar que tal vez no habíamos buscado pero en el que se nos va la vida. Hay que barrer todos los días, poner flores, arreglar esa canilla que gotea y el enchufe que está en corto. Es un esfuerzo, pero el mantener las cosas lo mejor posible hará que la casa -es decir, nosotros- se vea mucho mejor. Aprovechemos este torcimiento de la vida que nos fuerza a convivir tan cerca para encontrarlo que habíamos pasado por alto, lo que dábamos por supuesto, lo que habíamos dejado de ver y valorar.  

Demasiado lejos enciende nuestra imaginación y no nos deja ver. Demasiado cerca atenta contra nuestra perspectiva y tampoco nos deja ver. Encontrar la distancia óptima, una nueva perspectiva, es uno de los secretos de esta convivencia insólita para volverla a nuestro favor lo más que podamos. Respetemos nuestros momentos de aislamiento dentro del aislamiento: si hace falta cerremos una puerta y quedémonos solos recuperando el aire. La presencia constante del otro que opina, critica y juzga es desgastante. Recordemos además que nosotros somos el otro de nuestro otro y evitemos, en lo posible, opinar, criticar y juzgar porque intoxica el aire. Encontremos la distancia óptima para que esta convivencia no se vuelva un infierno. Sartre decía “el infierno son los otros”. Prestémosle mucha atención y pongamos todo nuestro esfuerzo en que no lo sea.


Tal vez suene cursi y meloso, pero esta cercanía forzosa nos desafía a bajar un cambio y reencontrar aquello que nos enamoró, aquello que nos puede hacer bien aunque nuestro otro se empeñe en no ser todo lo perfecto que esperábamos. El amor no es un estado de pasión y entusiasmo estable e inamovible, cambia, por momentos parece que ya no está, tiene diferentes caras, como la luna. Parafraseando a John Lennon, démosle una oportunidad al amor.

Publicado en La Nación

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