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Cansancio, cuarentena, pantallas y entuertos.

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En estos tiempos de encierro y aislamiento, el acceso a internet es una herramienta de trabajo y conexión y también un escape mágico. Se volvió, para todos, tan vital como el aire que respiramos. Y más aún porque no nos amenaza con contagio alguno.

Pero las conferencias y clases, las reuniones tanto de grupos de trabajo como de amigos o familiares, resultan sumamente cansadoras. No sé si a todos les pasa lo mismo, pero a mí me agotan. Dos horas sentada frente a la pantalla de la computadora o del celular, quieta, atenta y focalizada en lo que se ve y se oye, me dejan de cama y con los ojos desorbitados.

Algunos sugieren que es el efecto que produce la imagen plana, la bidimensionalidad de las pantallas, que la ausencia de la dimensión de profundidad que a uno le permite medir la distancia exige más atención y un trabajo perceptivo suplementario. 

Los tuertos, los que ven con un solo ojo, reconstruyen en su cerebro la dimensión que les falta para poder moverse y relacionarse con los objetos sin equivocar la distancia. Es lo mismo que estamos forzados a hacer nosotros en nuestras interacciones bidimensionales: miramos, oímos, prestamos atención y al mismo tiempo intentamos medir en todo momento esa distancia imposible de medir porque estamos en lugares diferentes. La pantalla no nos da la información que nuestro cerebro requiere para tener el registro de las ubicaciones mutuas tan esencial para la interacción humana y la convivencia. Tal vez sea un resabio neurológico defensivo que en la antigüedad, gracias a la visión estereoscópica, permitía medir la distancia ante el eventual ataque de algún predador, que era vital entonces (y también hoy).

Nos falta una información esencial ante las pantallas, es como si estuviéramos tuertos, como si viéramos con un solo ojo, chato, solo en plano. Tal vez por eso ese cansancio abrumador...

Tuerto y entuerto tienen el mismo origen etimológico. Vienen de tortus, torcido.

En singular, entuerto quiere decir ofensa, agravio, insulto. En plural, los entuertos son las contracciones bruscas y dolorosas del útero en el puerperio, los cuarenta días posteriores al parto. 

¿Cuarenta días?

¡Cuarenta días! 

¡Oh! !Qué coincidencia! 

Publicada en Clarin, 26 de julio 2020

Publicado en El Diario de Leuco, 27 de julio 2020

Violines y perdices quedaron en los cuentos

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"¡Estoy harta!", dice Graciela mientras le echa edulcorante al cortado que tiene enfrente y revuelve la negrura del café con la esperanza de que aclare. Emite un hondo suspiro, mira hacia la lejanía, y agrega: "Siempre igual, todos los días, no quiero más, así no quiero más.". Se le humedecen los ojos cuando murmura: "Lo sigo queriendo, no quiero encontrar a otro, pero esta rutina no, no quiero más, me asfixia, me agobia, me odio en esta vida que estoy teniendo".

Graciela expresa lo que cada vez más mujeres sienten luego de dos o tres décadas de matrimonio. En mi experiencia de los últimos años son casi siempre ellas las que piden una terapia de pareja o quienes plantean una separación.

No parece pasarles lo mismo a los hombres. Aún cuando la felicidad de la convivencia y la pasión hayan quedado en el pasado, pilotean la rutina y el todos-los-días aparentemente bastante mejor que sus compañeras. Al menos no suele ser ese un motivo de queja.

Es que la convivencia se inicia con diferentes expectativas de género que determinan el grado de contento según se satisfagan o no.

Es común que al comienzo los hombres vean con desconfianza la idea del matrimonio. ¿Temen firmar un compromiso que creen difícil de sostener? ¿Temen perderse a todas las mujeres cuando elijan solo a una? ¿Temen sentir que el matrimonio monógamo sea una especie de prisión perpetua?

Pero, aún con esas preguntas y temores a cuestas, una vez que dan el paso, que dicen "sí, quiero" y firman la libreta, renuncian sin tanto sufrimiento a esos horizontes de libertad infinita en pos del armado de una familia, de un nido previsible y amable. Sus expectativas pasan por el mandato cultural y familiar de ser un proveedor eficaz que asegure el cuidado, sostén y desarrollo de todos que, cuando no puede ser satisfecho es una fuente de angustia. Pero si más o menos lo consiguen, basta con que se sientan necesitados, valorados y reconocidos por su esposa, para que el tejido del resto de la vida cotidiana, las actividades, interacciones familiares o sentimientos y emociones no se ponga en cuestión. No pasa por allí su medida de satisfacción y éxito, sino por el rol de proveedor. Sea empleado, empresario, artesano, comerciante, emprendedor, artista, científico, ese espacio será el primordial foco de interés y atención.

Son muy diferentes en general las expectativas asumidas por las mujeres. Investidas de personajes como Blancanieves o la Bella Durmiente, están programadas culturalmente para que la felicidad, la realización personal, la valoración y autoestima sean consecuencias directas y exclusivas de un matrimonio feliz. Junto al mandato biológico y cultural del maternaje luego del nacimiento y crianza de los hijos, aunque tenga un desarrollo personal en el mundo exterior, caen sobre ellas la responsabilidad del sostén emocional y la responsabilidad y el cuidado de los miembros de la familia. Si todo va bien, pasadas dos o tres décadas, el hombre estará más o menos asentado en su rol de proveedor y el matrimonio será para él un espacio tranquilo y de baja exigencia. La mujer, por el contrario, ya sin hijos a criar, volverá la mirada hacia su compañero, abstraído en el celular o el televisor pegado al control remoto y se preguntará dónde ha quedado aquella felicidad prometida.

El marido no la ve. Siente que para él es transparente, parte del mobiliario, alguien que está pero no alguien buscada para agasajar, halagar o conversar. Ni princesa, ni príncipe azul, ni perdices, aquel anhelo de lo que iba a conseguir en el matrimonio se disuelve en rabia y angustia. La frustración tiene cara de mujer.

La institución matrimonial, instituida cuando la gente no superaba los 45-50 años, está siendo desafiada con la extensión de la expectativa de vida. Superados los 50, aún atractivas, las mujeres esperan más que lo que hay. Lo dicen sumidas en llanto ante la mirada sorprendida de sus maridos que no entienden lo que está pasando. Si todo funciona, se dicen, si por suerte están sanos, si los hijos están bien, si no hay penurias económicas ¿de dónde sale ese sufrimiento? ¿qué pasó?

Veo con alegría que más y más chicas ya no compran la ilusión de los cuentos de hadas, no ponen todas las fichas en la pareja y toman su desarrollo personal también como eje protagónico de sus expectativas de reconocimiento y felicidad. El modelo Susanita sigue existiendo como imaginario social, pero ya no como el único y exclusivo modelo de vida ni como la llave dorada de la felicidad.

Veo también un cambio en los hombres que acompañan más y más esta movida y aprenden a disfrutar de la paternidad y de las responsabilidades caseras cotidianas. Estos maridos, a diferencia de los clásicos, saben dónde están las cosas porque comparten la tarea de ordenar y guardar.

Los violines y las perdices van quedando en los cuentos. Más realistas y escépticos, menos románticos, ya no esperan la prometida y engañosa felicidad total y constante que tanto hace sufrir cuando no se cumple. En la avanzada de un cambio social inédito, la frustración expresada mayoritariamente por mujeres, es un alerta sobre la institución "matrimonio", un desafío epocal sin precedentes ni estructuras referenciales que exige el encuentro de nuevas alternativas.

Publicado en La Nación online, https://goo.gl/i6EGWT