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Correr sin que te llamen

Mabel está enojada luego de una discusión con su madre que siempre la irrita. Rubén la ve tensa, contraída “¿pasó algo?” pregunta, Mabel le cuenta y Rubén, cansado de escuchar siempre lo mismo, con la mejor de las intenciones le dice “pero Mabel, ya sabés como es tu mamá, siempre igual, no te podés poner así, ya sos grande…” y Mabel se enfurece. ¿Qué pasó ahí? Pasó que en lugar de escuchar y empatizar Rubén corrió a opinar y dar consejos que nadie le pidió. 

¿Cuántas veces hacemos lo mismo? Vemos que pasa algo y corremos con el camión del automóvil club antes de que nos llamen.

La manía de aconsejar, dar opiniones, indicar qué es lo mejor que hay que hacer, no siempre es bien recibida por el otro. Sea pareja, hijo, madre, amigo o lo que sea. Las más de las veces, recibir un consejo no pedido es una intrusión y quien lo da se sorprende e irrita cuando no es bien recibido. Lo hizo con las mejores intenciones pero leyendo lo que pasa con sus propios ojos sin ver en qué está el otro, qué le pasa, qué necesita y, fundamentalmente, si espera recibir una opinión o no.

Cuando uno está mal por algo no busca opiniones ni consejos sino empatía. ¿Qué quiere decir esto? Una conducta empática es la que resulta de ponerse en el lugar del otro. Quién es, cómo es, en qué está, de dónde viene, cuánto puede, qué pasó, cómo vive eso que le pasó. Una respuesta empática se genera en una escucha abierta y profunda. No siempre es fácil porque ver sufrir a alguien que uno quiere o que a uno le importa nos dispara rápidamente la necesidad de ir en su ayuda. Con las mejores intenciones. Y no solo lo hacemos según lo que nosotros creemos que le está pasando sino también según lo que nosotros querríamos recibir si nos pasara lo que creemos que le está pasando. 

No es fácil empatizar porque no siempre uno tiene ganas de meterse en el sufrimiento del otro. Corremos a aliviarlo también porque a nosotros mismos nos hace sufrir su sufrimiento y esperar abriendo las orejas para empatizar es difícil. Nuestras mejores intenciones excluyen al otro, atienden solo lo que creemos nosotros. Para empatizar debemos salir de nuestra burbuja personal y, como dice el habla común, ponernos en sus zapatos.

Nos pasa, como ya dije, con nuestra pareja y también con nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos. Correr a ayudar antes de que a uno lo llamen puede ser vivido como avasallamiento, y claro, no es bien recibido, nadie te agradece una opinión o un consejo no pedido. Aunque uno se de cuenta de que es con las mejores intenciones, no nos sirve en ese momento, no queremos ni consejos ni opiniones, queremos, necesitamos, la empatía del abrazo. Nada más. ¡No quiero que me digan lo que tengo que hacer cuando siento angustia por algo! ¡Necesito escucha y comprensión, necesito silencio y un abrazo! Aquel conocido “si querés llorar, llorá” empático, permisivo y contenedor. 

Ver a un ser querido sumido en una angustia que no comprendemos hace que veamos a su conducta como exagerada o fuera de lugar, nos irrita, queremos que termine, es otra de las razones por las que corremos a opinar sin que nos llamen. 

Pero el tiempo y las necesidades del otro pueden ser diferentes, tal vez solo necesite sacar afuera lo que le pasa, solo ser escuchado hasta que llegue el momento de pedir ayuda. 

Ayudar sin que nos lo pidan no ayuda. 

Correr antes de que nos llamen no es ayudar sino, aún con las mejores intenciones, no ver al otro, no importar qué necesita y puede. Ayudar es empatizar, ponerse en sus zapatos y tener la paciencia de esperar a que nos lo pida. Y entonces sí sale el camión del automóvil club con la grúa lista, la alarma a todo lo que da y las herramientas justas para dar la mano que hace falta que será muy bien recibida y agradecida porque lo pidió y lo estaba esperando. 

El buen carpintero y la mariposa

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José Luis tenía un taller de carpintería en Santos Lugares, un suburbio de Buenos Aires que aún conservaba rincones verdes, pequeños jardines, plazas arboladas y un despertar arrullador de alondras, zorzales y horneros. Era el buenazo del barrio. De paso lento y mirada acariciante, olía al perfumado aserrín que siempre llevaba pegado en las suelas y entreverado en el pelo. Artesano a pedido, tanto arreglaba una mesa desvencijada como hacía una cocina completa, siempre a gusto del cliente. Eso sí, celoso de su tiempo y su ritmo no hacía contrato alguno que requiriera un plazo determinado. Era tan responsable, serio y puntual que no soportaba la idea de demorar la entrega. Claro, no era rico, pero era muy querido. Vivía para ser útil a los demás, para dar lo que pudiera al necesitado antes incluso de que se le pidiera. No podía ver a alguien en situación de carencia o abandono por eso invitaba a los chicos de la villa cercana a aprender el oficio y los recibía con paciencia y amor, con chocolatada y galletitas y a más de uno le cambió la vida. Generoso y solidario no medía lo que daba y si a un chico no le salía algo, corría en su ayuda y se lo hacía él mismo.

Pero un día, sin buscarlo, la vida le dio una lección inolvidable. Fue cuando uno de sus protegidos, el Ñato, encontró en una hoja de la enredadera del patio unas bolitas blancas. “Son huevos de mariposa” dijo José Luis y se fascinó con la idea de que nacieran mariposas en su taller y mostrar el proceso a los chicos y los instruyó a seguir las asombrosas transformaciones internas y externas que se producían en cada huevo. Vieron que cuando se rompían aparecían las orugas que luego comían las hojas que habían sido su apoyo. Las orugas crecían y a medida que se hacían más grandes cambiaban de piel varias veces. Y en un momento vieron maravillados que cada una tejía una especie de alfombra de seda con la que después se envolvía para terminar suspendida boca abajo. “¡Le dicen pupa!” dijo José Luis, “pero se llama crisálida y lo que pasa adentro es el último milagro, es la metamorfosis cuando nacen las alas y se llenan de colores”. Cuando, impacientes, vieron que una de las crisálidas se movía y salían unas patitas finitas por la punta, el revuelo, la ansiedad y el entusiasmo fueron totales. “¡Mire maestro! ¡Mire, quiere salir! ¡Quiere nacer!”. Las patitas se movían sin parar y José Luis pensó que hacerle más fácil el pasaje sería una lección de solidaridad inolvidable. Tomó una hoja de afeitar y con un tajito ensanchó la abertura y la mariposa colorida se deslizó y salió fácilmente de su último envoltorio. Repitió el proceso con todas las demás y fue mágico. Sin embargo, para su dolor y espanto, vio que a poco de salir, las mariposas que intentaban levantar las alas y volar, se desplomaban y caían al suelo. Ni una sola pudo volar.

José Luis aprendió que en la hora que demora el proceso, el esfuerzo de la mariposa para rasgar la crisálida y salir es lo que estimula la circulación de la sangre y fortifica sus alas que luego permitirá el vuelo. Su aparente generosa y solidaria acción había impedido ese desarrollo.

Aprendió, junto con los chicos, que a veces, ante la frustración cuando algo no sale rápidamente, el esfuerzo consecuente fortalece tanto músculos como voluntades.

Aprendió a confiar en la capacidad del otro aunque parezca que no puede, a aguantarse la propia frustración y darle una oportunidad a quien se esfuerza para permitir que crezca, se desarrolle y sea.


Publicado en La Nación