No soy yo, sos vos.

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Todos “sabemos” que en la pareja, la culpa siempre la tiene el otro

¿La culpa de qué? Pues de nuestra infelicidad, del descenso de nuestra autoestima, de nuestra frustración porque nuestras necesidades no son satisfechas, de la falta de erotismo, en resumen, de todo y de cualquier cosa que nos haga sufrir. Nunca pensamos que tal vez sea una consecuencia de alguna conducta o característica propia que aleja al otro o que no le invita a acercarse y darnos eso que nos hace falta. No solo no pensamos eso sino que además estamos convencidos de que no hace eso que no hace porque no quiere, que si quisiera lo haría y santas pascuas. Pero en su maligna inmersión profunda y perversa en contra de uno, no quiere darnos eso que SABE que necesitamos, que nos hace bien. Porque estamos convencidos de que lo sabe y que no quiere. Como decíamos cuando éramos chicos (al menos así se decía cuando yo era chica) lo hace “al propósito”.

A la hora de la frustración no se nos pasa por la cabeza que pueda tratarse, simplemente, de que el otro sea como es, que no sepa o no pueda o no se anime o no advierta que estamos necesitando algo, que no lo haga por hacernos daño sino porque es lo que le sale naturalmente. Como decíamos de chicos, “sin querer”.

Oigo lo que tal vez me quiera decir quien lea esto: “A mi también hay cosas que no me salen naturalmente pero las hago porque sé que le gustan o lo necesita ¿por qué tengo que esforzarme solo yo, por qué no le sale alguna vez hacer algo que yo necesito?”.

Seguramente ese otro que tanto te priva está haciendo las cosas que a su juicio y según sus posibilidades son las que cree que necesitás. Eso si se lo preguntáramos, claro. Ante el reclamo puede decir que es injusto porque no siente que nada de lo que haga sea valorado ni apreciado, que solo recibe quejas y acusaciones como si fuera el malo de la película, que no espera agradecimiento pero algún reconocimiento alguna vez. 

Ambos se sienten no vistos por el otro o solo vistos en sus faltas y vuelve a generarse la espiral de demanda, acusación, frustración y enojo.

Por eso, antes de caer en las arenas movedizas de la ira en las que cuanto más uno patalea más se hunde y se aleja de la orilla firme y salvadora te invito a que dejes el lugar habitual de la confrontación salgas a dar una vuelta y tomes aire y te preguntes, sin la presencia de ese otro que ves tan malvado, si puede forzarse a alguien a no ser quién es.

En casi todas las consultas que recibo, cada uno viene con la agenda secreta de que cambie al otro. Que consiga, entre otras cosas y por arte de magia 

… que hable más / que hable menos / que adivine mis necesidades / que deje de indicarme siempre lo que hay que hacer / que no se duerma mirando la tele / que se despierte más temprano o que duerma hasta más tarde / que regenere el erotismo perdido / que quiera sexo todo el tiempo / que programe salidas todo el tiempo / que no quiera salir tanto / que inmiscuya a familiares o amigos en decisiones y/o desacuerdos / que no quiera salir con amigos /  que solo quiera salir con amigos / que derroche el dinero o que lo racione con avaricia ...

Cada uno espera recibir lo que necesita y culpa al otro de maldad si no lo da. Nadie advierte qué de su conducta puede haber conducido a que el otro no responda satisfactoriamente. Incluso las más de las veces no lo hemos pedido, esperamos que suceda mágicamente y cuando no pasa, nos quejamos, reclamamos, acusamos. Parecemos creer que somos claros, que nos lo merecemos, que no hace falta pedirlo porque “el otro SABE”. ¿Sabe? ¿de verdad creés que sabe? ¿alguna vez se lo pediste directa, clara y amablemente o te lo pasás esperando que lea tu mente, que te adivine? Por otra parte ¿tenés la seguridad de saber qué es lo que tu otro espera y necesita de vos? El juego de jugar a las adivinanzas es una puerta abierta a la frustración, el enojo y la desdicha. Solemos ser muy torpes en nuestras interacciones con los que más queremos y como estamos tan cerca nos construimos la ilusión de una comunión en la que no hace falta explicar ni pedir. 

Además de la elemental conducta de pedir, también conviene considerar las características propias y las del otro, los estilos y cualidades innatos que no dependen de la voluntad,  que hacen que uno sea quien es y que sea igual a sí mismo siempre. En suma, que “no me lo hace a mí”. Las más de las veces, eso que te hace daño no fue hecho a propósito de dañarte sino probablemente es lo mejor que pudo hacer dado quien es, el momento y las circunstancias. 

La pretensión de cambiar al otro es imposible. Cada uno es como es y es muy poco lo que se puede modificar de esas características personales. Pero a veces ese poquito puede hacer un mundo de diferencia. En este caso la invitación a pensar en las propias pretensiones y en cuánto se compatibilizan con las posibilidades reales del otro, cuánto de nuestra frustración estriba en que no sabemos pedir o en que no respetamos quien es el otro y le estamos pidiendo peras al olmo. 

El olmo no da peras, no por su innata maldad o porque no quiere sino porque no puede. El olmo da un fruto que se llama sámara, es un fruto seco con alas que favorece la dispersión de las semillas. No sé si la palabra samaritano tiene origen en este fruto, pero sé que quiere decir humanitario, benévolo. El olmo no da peras pero dá un fruto benévolo. ¿Cuántas frutos como éste de tu otro estás dejando de ver? ¿Se podrán hacer sámaras al borgoña como las peras o habrá que encontrar e inventar recetas para hacer las sámaras? ¿cuántos frutos alados de tu otro, cuántas de sus semillas fértiles y prometedoras te son invisibles porque solo esperás peras? Y encima seguro que a tu otro le pasa lo mismo, también espera solo peras de vos y tampoco alcanza a ver las buenas semillas que dispersan tus alas y que siembran la tierra con promesas que pueden florecer y dar alegría.

Publicado en LN el 14 de agosto de 2019