Otras cosas

Marek y Christian

Tenía que dar una charla para chicos de 11 años sobre el día del Holocausto. En el grado estaba una de mis nietas. ¿Qué decir? ¿Cómo decirlo? Tenía que ser de un modo que fuera comprensible para los chicos, que aprendieran alguna lección y que enorgulleciera a mi nieta. Decidí contar una historia protagonizada por dos chicos de 11 años. Me presentaron los docentes como una estudiosa del Holocausto, con varios libros y proyectos educativos y todas esas cosas que se dicen cuando a uno lo presentan. Los chicos hacían como que escuchaban pero era obvio, como casi siempre, que les entraba por una oreja y rápidamente se les escapaba por la otra. Tenía enfrente a estos 25 chicos, sentados inmóviles, con los ojos puestos en mi. Ubiqué a mi nieta que estaba sentada en la última fila, ¿por las dudas? pensé, por las dudas que lo mío fuera un plomazo… decidí dejar de mirarla porque no iba a poder hablar si la tenía en el foco de mi atención. Cuando terminó la presentación empecé a hablar. 

Sol le preguntó un día a su abuelo por qué viajaba tanto a Polonia. Habían terminado de comer, la abuela se había ido a dormir la siesta y Sol tenía ese rato con su abuelo en el que solían jugar al ajedrez. Su abuelo se lo había enseñado y a ella le encantaba jugar con él y mientras, a veces, charlaban, ella le contaba cosas del colegio o de las amigas, él le contaba cosas de su mamá cuando era chica. El abuelo estaba por viajar, nuevamente, a Polonia y a Sol le intrigaba por qué iba y por qué iba solo. Por eso le preguntó por qué viajaba tanto a Polonia.

¿De verdad querés saber? le preguntó el abuelo que había acomodado las piezas para empezar a jugar pero, ante la pregunta, se sacó los anteojos y la miró fijamente.

Sí, le dijo Sol, contame, dale.

Es una historia larga, le dijo el abuelo, ¿te la bancás?

Sí, claro, respondió Sol y se apoyó en el respaldo de la silla mientras el abuelo se pasaba la mano por los ojos como si fuera un telón que se corría para que empezara la película.

Vivíamos en un pueblito, en el este de Polonia. Una noche, cuando tenía once años, me despertaron ruidos, golpes en la puerta, voces guturales y feroces, ¡Juden rauss!, judíos afuera, gritadas por soldados nazis en medio del terror y del enloquecedor ladrido de sus perros y las respuestas enfurecidas de Sanson, mi perro. 

No sé si me caí por el susto o si me tiré abajo de la cama y me quedé acurrucado, hecho un ovillo y tapándome los oídos. Ví que unas botas entraban en mi pieza y arrancaban de la cama a mi hermanita que no se había despertado. Escuché que sacaban como a las rastras a mi mamá, a mi papá, a mi abuela que seguro que estaban en camisón. A mi no me vieron. Sansón enfurecido le mostraba los dientes a esos perros enormes, lo veía desde abajo de la cama, se le tiró encima a uno como para morderlo pero le pegaron un tiro y lo vi caer en el pasillo y quedarse quieto, quieto, quieto. Lo vi desangrarse y morir, desde el piso, paralizado. No sé cuánto tiempo pasó. Mi corazón hacía tun tun tun como un tambor que batía tan fuerte que me ensordecía, no me dejaba escuchar nada, los ojos abiertos así de grandes, secos, no podía llorar, y el corazón que me golpeaba y golpeaba. Después de no sé cuánto, se me fue aquietando y me sentí rodeado por el silencio más silencioso que escuché nunca. Me animé y me fui arrastrando despacio hasta la puerta. Pasé al lado de Sanson que ya estaba muerto, le acaricié la cabeza y miré para atrás para ver si había alguien en casa, pero no, las puertas abiertas, la oscuridad y el silencio me aplastaban, estaba solo. Me asomé con mucho miedo y vi que en la calle todo era desolación, cosas tiradas, puertas y ventanas abiertas, ni un alma a la vista, silencio de muerte. Estaba solo. Me puse de pie y me fui deslizando bien pegado a la pared y cuando llegué a la esquina empecé a correr, a correr como un desesperado, así como estaba, en piyama y descalzo. Todavía era bien de noche, no sé qué hora sería, pero estaba oscuro y no había nadie. Seguí corriendo hasta donde termina el pueblo, mis pasos hacían eco, tanto que me parecía que había alguien corriendo detrás, pero no, estaba solo y aterrado con la idea de que me descubrieran.

Sol escuchaba suspendida, sin atreverse a respirar para no interrumpir el relato pero el abuelo se quedó callado, como mirando al vacío, como volviendo a ver aquello como si fuera una película proyectada delante de sus ojos. De pronto volvió a mirar a su nieta, tal vez aliviado de ver que ya no estaba allí sino que estaba en su casa, a salvo, y suspiró hondo. Sol le preguntó entonces ¿Adónde ibas abuelo? 

Ya recuperado, esbozó una ligera sonrisa y le dijo que a la casa de Cristian, mi mejor amigo, el otro delantero del equipo de fútbol de la escuela.

¿En Polonia se jugaba al fútbol? 

Sí, igual que acá, nos encantaba. Yo era el 10 y Cristian el 9, ningún arco era invencible para nosotros. Habíamos ganado los últimos partidos con los equipos de las escuelas de los otros pueblos, yo había hecho 1 gol y él el otro en el partido de la semana anterior. Practicábamos después de clase con un maestro que nos enseñaba los trucos como él decía y nos hacía hacer ejercicios con la pelota para darle dirección y efecto. ¿Sabés lo que es darle efecto a la pelota?

No, abuelo, ni idea. Es cuando le pegás de tal manera que en lugar de salir derecho hace por ejemplo una curva y el arquero no tiene como atajar. Cristian era un poco mejor que yo pero le ponía voluntad y tantas ganas que al final era bastante bueno.

Su casa tenía un terreno grande y al fondo estaba la cucha de Tom y Mix, los dos ovejeros con los que jugábamos a la tarde después de practicar cosas del fútbol. Tom Mix era el súper héroe de entonces, todos los chicos lo admirábamos porque era fuerte y valiente. Estaba empezando a aclarar el cielo, levanté la alambrada y entré en la cucha. Los perros se me acercaron moviendo la cola porque me conocían, contentos de verme. No sé qué hora era pero el rocío me daba un poco de frío y no estaba abrigado, tenía solo el piyama y estaba descalzo, no había tenido tiempo de ponerme algo encima ni siquiera zapatos. Me fui al fondo de la cucha, me hice un bollito y me acosté. Al rato entraron los perros y uno, creo que fue Tom, apoyó su lomo en mi cuerpo y me dio calorcito. Estaba tan bien que, aunque te parezca mentira, me dormí. 

Cristian era el encargado de darles de comer a los perros, así que cuando vino a la mañana, me aseguré de que estuviera solo y asomé la cabeza. Cuando me vio, se quedó duro, sorprendido, con los ojos así de grandes, y preguntó ¿qué hacés acá? ¿dormiste en la cucha de los perros? ¿te fuiste de tu casa?. Me puse a llorar, recién ahí me puse a llorar, los ojos se me inundaron y no podía parar, me caían los mocos, me costaba respirar y le conté. Que se llevaron a mi mamá, mi papá, mi abuela y mi hermanita. Que habían venido en la mitad de la noche con gritos, perros y golpes. Que los habían sacado casi arrastrando. Que me había quedado solo. Que no tenía donde ir. Que habían matado a Sansón porque ladraba furioso. Que no sabía dónde estaban mis padres ni mi hermanita ni mi abuela. 

Me di cuenta de que la cara de Cristian cambiaba. Cerró los ojos y apretó los puños porque, me lo dijo mucho después, él sabía. Su papá era un antisemita feroz y el policía del pueblo y después me contó, entre lágrimas él también, que había sido  el encargado de señalar en qué casas vivían judíos. O sea que su papá tenía la culpa de que se hubieran llevado a mi familia. No me lo dijo ese día y en ese momento pero cuando escuchó lo que le decía, abrió los ojos y le vi la misma mirada de cuando iba a patear un gol seguro, concentrado y firme. ‘De acá no te movés’ me dijo. ‘No te va a pasar nada. Yo te voy a cuidar’. Y así fue. Un año y medio viví en esa cucha. Escondido, alimentado y abrigado por mi mejor amigo. Me trajo una almohada. Me trajo ropa para que me abrigue y después otra ropa para que me cambie. Me trajo una manta. Y también trajo su tablero de ajedrez y las piezas y cuando se podía, cuando había luz suficiente y nadie a la vista, jugábamos. No sé cómo lo hizo porque nadie en su familia debía saber que escondía a un judío. Pero lo hizo. Fueron los momentos en los que Cristian  venía, cuando jugábamos, los que me mantuvieron vivo, los esperaba hambriento. No era solo la comida, la protección y el abrigo cuando vino el invierno y la nieve lo cubría todo. Era su presencia, su compañía lo que me dio calor esos largos meses que viví con Tom y con Mix adentro de la cucha. Ahora me pregunto si de verdad su familia no se dio cuenta o si hicieron como si no se daban cuenta. Nunca lo sabré. La gente dice una cosa a veces y hace otra. La gente piensa una cosa por momentos y en otros piensa otra. Tal vez sabían que yo estaba ahí y se hicieron los que no por amor a Cristian que me amaba a mí. No te olvides que si los llegaban a descubrir los mataban a todos. Y era todo tan loco, porque el papá de Cristian era el que recibía las denuncias de que alguien protegía o escondía a algún judío y él era el encargado de castigarlo, al protector y a toda su familia en represalia. Así que si sabía que Cristian me escondía debería haberlo matado y a toda la familia. No sé. El hecho es que pude sobrevivir.

La guerra terminó un poco antes de cumplir los trece y las cosas fueron rápidas. No me acuerdo cómo fue el día en que salí de la cucha y volví a caminar libremente. No me lo puedo acordar por más que trate. Sé que fui a la que había sido mi casa y vi que había otra gente viviendo allí. No me animé ni a golpear la puerta. Ya no era mi casa. Ya no quedaba nada mío ahí. Mis padres, mi abuela y mi hermanita nunca volvieron, no supe nada de ellos y todos me decían que no los espere, que no iban a volver. Me llevaron a una oficina creo que del Joint, no estoy seguro, y de ahí a un orfanato de una ciudad cercana y a los pocos meses me dijeron que habían encontrado un pariente mío en la Argentina y que me mandarían para que viviera aquí con él. Era un primo de mi papá que había llegado antes de la guerra. Cumpli los 14 en su casa y fueron pasando los años. Te la hago corta. Fui a la escuela, después conocí a la abuela, nos casamos, trabajamos, tuvimos hijos y empezamos una familia. Tuve suerte porque empecé a trabajar en una imprenta y poco a poco fui creciendo, me hice socio del dueño y después le compré la parte. Me fue bien. Y un día, como veinte años después de llegar a la Argentina, busqué a Cristian, lo encontré y retomé el contacto. Se había quedado en el mismo lugar, en el mismo pueblo, gracias a eso lo pude encontrar. También se había casado y tenía hijos pero la estaban pasando muy mal con los soviéticos. ¿Sabés Sol? los judíos sufrimos mucho en la guerra cuando vimos a nuestros vecinos y amigos aprovecharse de nuestra desgracia, incluso denunciarnos para conseguir vodka, mermelada o carbón. Pero como se dice en el campo, la taba se dio vuelta, ahora era él el que estaba mal. Lo menos que podía hacer era devolver el favor de nuestra infancia, aquel acto de amor que me permitió salir vivo y ahora poder contártelo. Empecé a mandarle encomiendas con alimentos, latas, ropa, remedios, hasta carbón y si le hacía falta algunos dólares. Él cada tanto me hacía llegar algún diario y fotos de su familia. No había whatsapp, ni computadoras, la distancia requería paciencia. Cada encomienda demoraba semanas en llegar, igual que las cartas. Y un día, muchos años más tarde, me compré un pasaje y lo fui a visitar. Me recibían con alegría y agradecimiento, conocí a su esposa y a sus hijos y empezaron a ser parte de mi familia también. En uno de los viajes la llevé a la abuela y era muy divertido verla conversar con la esposa de Kristian cuando una no sabía polaco y la otra no sabía castellano. Pero no sé cómo, se entendían y aprendieron a quererse. Cuando supe que Cristian había sufrido un ACV y que estaba prisionero de su silla de ruedas como yo dentro de aquella cucha me desesperé. Y ahora te contesto tu pregunta querida Sol porque por todo eso, siempre que puedo, voy a Polonia. No puedo dejar solo a Cristian, mi amigo, que tanto me cuidó y gracias a quien sobreviví y nació tu mamá y después naciste vos. Tengo que ir porque está solo y me espera para jugar al ajedrez.”

Capitulo del libro de Jakub Szymczak sobre papá

¡Reír pase lo que pase! 

¿También si sos un sobreviviente y te acusan de colaborar con los nazis?

Publicación original: https://oko.press/ja-lebkow-nie-dawalem-fragment-ksiazki/

Capítulo del libro “No entregué cabezas. Juicios ante el Tribunal Social Judío”

de Jakub Szymczak  

4 de septiembre de 2022. Eco Press, Polonia

Inmediatamente después de terminada la guerra, comenzó a funcionar en Polonia el Tribunal Social del Comité Central Judío. Se realizaron allí juicios a judíos acusados ​​de “colaboración con los nazis” y de “perjuicios contra la nación judía” (sic). Ésta es una de las historias.

Buenos Aires resonaba con decenas de idiomas en la segunda mitad de los años cuarenta. En la calle, en los negocios, en las ventanas de las casas, en los patios y en las canchas de fútbol, ​​se hablaba y se discutía en polaco, alemán, italiano, español y idish. En algún lugar, alrededor de 1950, desde la ventana de una de las casas donde vivían inmigrantes, se podía escuchar una canción:

Wiesz ty co, mój kochany, wiesz ty co?/ Śmiej się wciąż, choćby nie wiem, jak ci szło.

Czy masz więcej, czy masz mniej, / ty się całe życie śmiej!/ Śmiech to skarb, zapamiętaj sobie to!

W sercu zawsze noś pogodę,/ miej rozpromienioną twarz,

nie udało ci się w środę, / to przed sobą czwartek jeszcze masz.

Choćbyś miał spaść ze szczytu aż na dno, / choćby ci jak po grudzie wszystko szło,

ty uśmiechnij się i wierz, / że zdobędziesz to, co chcesz!

Zawsze wierz – zapamiętaj sobie to!

W sercu…

Kiedy ktoś najgoręcej czegoś chce, / wtedy los, jak na złość, powiada „nie!”.

Ty się jemu w oczy śmiej, / przez ten śmiech ci będzie lżej,

śmiech to skarb, zapamiętaj sobie to!

W sercu…

Traducción:

¿Sabes qué, mi amor, sabes qué? / Sigue riendo, sin importar qué pasó.

tenés más o tenés menos / vos reíte toda tu vida!

La risa es un tesoro, ¡recuérdalo!

Lleva siempre buen tiempo en tu corazón, / tené una cara radiante,

¿no lo lograste el miércoles? / mañana está el jueves.

Incluso si fueras a caer de arriba hacia abajo, / aunque todo fuera a terminar,

sonríe y sigue creyendo / que obtendrás lo que querés! / Tené siempre fe, ¡recuérdalo!

Lleva siempre el buen tiempo en tu corazón…

Cuando alguien quiere algo más / entonces el destino, como a propósito dice "¡no!"

Reíte de eso en sus ojos, / porque la risa te lo hará más fácil,

La risa es un tesoro, ¡recuérdalo!

Lleva siempre el buen tiempo en tu corazón…

Así cantaba su pequeña hija Danusia Wang lo que su padre le había enseñado. Las palabras no eran siempre las mismas. Mieczysław  no los recordaba exactamente. Después de que los nazis ordenaran una redada y deportación en Stryj, donde nació, toda la familia pasó a la clandestinidad. Sobrevivió escondido y allí escribía las letras de las canciones que conocía antes de la guerra. Principalmente en polaco, también en idish. No recordaba todo exactamente, a menudo improvisaba y gracias a su naturaleza creativa agregaba nuevas estrofas.

Hablaban solo en polaco a su hija pero cuando querían que Danusia no entendiera, elegían el idioma de quienes habían querido asesinarlos: el alemán.

Mieczysław nació como Mendel Wang en 1911 en Stryj, en el Imperio Austro-Húngaro. La familia dijo que nació porque su padre había fracasado. El 12 de noviembre de 1909 su papá, Adolf Wang, salió de Hamburgo hacia los Estados Unidos. Como muchos otros hombres en esos días y en ese lugar, quería salir de la pobreza, comenzar una nueva vida para él y su familia. Dejó a sus tres hijos y a su esposa, Lina,con la idea de que se unieran con él más tarde. Pero seis meses después de su partida, le envió una carta a su esposa pidiendo dinero para un pasaje de regreso. Había perdido todo, quería volver a casa. Lina era pobre, trabajaba como lavandera pero encontró el dinero. Después del regreso de Adolf, los Wang tuvieron su cuarto hijo: Mendel para la familia. En los documentos era Mieczysław pero lo llamaban Mesio.

Mesio y su esposa emigraron de Polonia en 1947. Su madre Lina se instaló en Cracovia junto a una de sus hijas. El 4 de junio, Mieczysław con su esposa y su pequeña hija iniciaron un largo viaje que terminó en Buenos Aires. Gracias al ingenio de su hermano, toda la familia sobrevivió a la guerra. Michał Wang amaba a las mujeres, el whisky y el dinero. Tenía suficiente dinero para pagar escondites para toda la familia.

(Nota de Diana. Supe después de haber hablado con el autor y cuando su libro ya estaba en imprenta, que la historia no había sido así, que Michal fue un personaje mucho más oscuro. Cuando la amenaza asesina nazi urgía, ya había huido a Hungría y se desentendió de su esposa e hijo que sobrevivieron escondidos con mis padres. Al final de la guerra fue juzgado como colaborador y enviado a prisión.)

Durante la guerra, Mesio Wang trabajó durante tres semanas como carpintero para el Judenrat en Stryj. Más tarde, encontró un escondite donde junto con su  esposa, una cuñada y un sobrino pudieron sobrevivir. 

Judíos de todo el mundo habían llegado a Buenos Aires desde comienzos del siglo XX pero la mayoría desconocía los guetos, las deportaciones y no tenía idea de los dilemas habituales que los judíos debieron sufrir bajo el nazismo. No se sabe de dónde vino la acusación a Mesio que alcanzó proporciones absurdas. Se dijo que había enviado a la muerte a 800 judíos.

“No era del Servicio de Seguridad, era un carpintero común y corriente. Lo conocí bastante y siempre decía que lo que estábamos viviendo los judíos era insoportable y que la única salida era el suicidio. Siempre estaba asustado y cuando la cosa se puso bien dura buscaba desesperado algún escondite”, atestiguó en el juicio en Cracovia Zygmunt Wolman, vecino cercano de Lina Wang.

Todos los demás testigos hicieron declaraciones similares. El caso estaba claro. El 28 de octubre de 1948 se envió una carta desde Varsovia a Buenos Aires en la que se le informaba a Mieczysław Wang que su caso había sido sobreseído por falta de pruebas de culpabilidad. Sin embargo, eso no lo salvó de más disgustos porque en 1954 se le hizo un juicio en Argentina en el que, luego de que varios testigos declararan en su favor, fue declarado inocente certificando oficialmente que no había evidencia de que Mieczysław Wang hubiera hecho algo malo durante la guerra.

Diana Wang no se enteró de la acusación hasta después de la muerte de su padre en 1988. Diana tiene un nombre diferente al que le dieron en su nacimiento en 1945. Era Danuta pero rima en castellano con "puta" y los niños argentinos eran tan crueles como los niños de Polonia y de cualquier otra parte del mundo. Tal vez para evitarle las burlas la llamaron Diana.

Diana vive en Buenos Aires, es psicóloga y se especializa en terapia familiar. Escribe libros de psicología, sobre el impacto de la catástrofe de la guerra en las personas, sobre la experiencia de ser la segunda generación después del Holocausto.

“Cuando era chica, no pensaba en eso. Solo después comencé a preguntarme: ¿por qué mis padres no me enviaron a una escuela judía? Fui a una escuela primaria normal. Cuando mis padres me registraron allí, no dijeron que era judía. En la escuela se enseñaba religión entonces y como no dijeron que no era católica, recibí clases de religión católica. Que yo sepa, era la única judía de la clase. Aprendí todo igual que las otras chicas, me gustaba mucho. A los ocho años quise tomar la Primera Comunión, quería el hermoso vestido blanco, los guantes blancos, el bolso con las estampitas como todas las chicas. Soñaba con eso. A escondidas de mis padres, iba a la iglesia a aprender catecismo dos veces por semana, los martes y los jueves. Pero en algún lugar en el fondo de mi cabeza, sentía, sabía, que no era mi lugar. Recuerdo muy bien que cuando entraba en la iglesia, sabía que debía mojar la mano en agua bendita y santiguarme, pero hacía el gesto, lo fingía y tenía mucho cuidado de no mojarme la mano. Finalmente, le pedí a mamá un vestido blanco. Fue el día más triste de mi vida. Cuando mamá, sorprendida, preguntó para qué era tuve que decirle que para hacer la Primera Comunión. Mis padres no pudieron con su dolor. Papá le dijo a mamá: "Queríamos protegerla, mira lo que hemos hecho". Fue un drama para mí y para ellos”.

El plan que los padres habían hecho para proteger a su hija, para evitar que fuera discriminada por judía y sufriera lo que habían sufrido ellos, había fallado. Para ella fue cruel y doloroso, los odiaba. Además de no haber conseguido el vestido blanco de sus sueños ni desfilar por la calle después de haber hecho la Comunión como sus amigas, descubrió que la razón era que sus padres y ella misma eran judíos. Había aprendido en la iglesia que los judíos habían matado a Dios y ahora ella era judía, maldita y culpable. A los ocho años el desconcierto la derrumbó. Pero sus padres, una vez aprendida la triste lección, decidieron que su hijo menor tuviera una educación judía. 

“Después de todo esto, decidí que aunque era judía sería un ciudadano del mundo”, dijo Diana.

Pero todo cambió en 1994. La Asociación Mutual Israelita Argentina, una organización central de los judíos de Buenos Aires donde se organizaban conciertos y eventos culturales, fue destruida por una bomba. El 18 de julio de ese año, el conductor de un coche cargado con trescientos kilogramos de explosivos irrumpió en la sede de la AMIA y una poderosa explosión mató a ochenta y cinco personas, hirió a más de trescientas y destruyó todo el edificio de cinco pisos.

Diana tenía entonces cuarenta y nueve años. Su madre la llamó para contarle lo que había pasado diciendo: "Nos quieren matar otra vez".
“Fue un shock para mí. Su “nos” quieren matar, me incluía también a mí. Pero, ¿por qué a mí? Porque soy judía. Y el “otra vez” aludía a que ya había pasado antes, a mis padres los habían querido matar. Judía e hija de sobrevivientes del Holocausto. Esto cambió mi vida, me hizo darme cuenta de quién soy. La breve frase de mi madre me devolvió a mis raíces. Ahora soy judía por elección.”
Se sospecha que Hezbollah organizó el ataque, y probablemente el gobierno iraní también participó en él. Hasta la fecha, nadie ha sido llevado a juicio. El ataque también tuvo otras consecuencias para Diana. Junto con el edificio se destruyeron extensos archivos sobre la vida judía en Argentina. Entre ellos, los documentos del juicio argentino a Mieczysław Wang.

“Sé quién acusó a mi padre de colaboración. Sé su nombre, conozco a sus hijos que no tienen idea de eso. Son buenas personas, no quiero decir su apellido. No sé por qué lo hizo. Sólo puedo imaginar hipótesis. Sé que él y su esposa conocieron a mis padres cuando vinieron a la Argentina. Sé que estuvieron cerca al principio. Mi madre era una mujer hermosa. Morena de ojos oscuros con piel morena con aspecto bien judío, mucho más que yo que soy rubia y de piel y ojos claros. Mi padre la celaba, no le gustaba que despertara miradas admirativas en otros hombres. ¿Quizás ese hombre la miró con intención lo que provocó el enojo de mi padre y se pelearon? ¿Quizás pasó algo más entre mamá y ese hombre? ¿Tal vez se le insinuó y mi mamá lo rechazó y le contó a mi papá? ¿Quizás mi padre y él querían tener un negocio juntos y algo salió mal? Nunca lo sabré. Supe de ese aspecto tan doloroso de la vida de mis padres recién después de su muerte, por una confidencia de sus amigos. Pude entender por qué decidió comprar un lugar en el cementerio en la zona destinada a los sobrevivientes, una zona honorífica. Pagó para ello una pequeña fortuna, miles de dólares con los que se podía comprar un pequeño departamento. Nos pareció una locura a mi hermano y a mi pero para él era muy importante porque el lugar no se lo habrían otorgado si él no hubiera sido declarado inocente. Recuerdo su orgullo cuando nos mostró el documento que certificaba que él era el propietario de este pequeño terreno del cementerio. Para él, era la prueba definitiva de su inocencia. Lamento no haber entendido en su momento el enorme valor que tenía para él.”

“No entregué cabezas. Juicios ante el Tribunal Social Judío”

Un libro de Jakub Szymczak, 

publicado por Czarne Publishing House - Presentado el 31 de agosto de 2022.

Nota sobre el título del libro según su autor: "Ja łebków nie dawałem" no es fácil de traducir. Es una cita del juicio de uno de los personajes sobre los que escribo: Szapsel Rotholc, famoso boxeador de antes de la guerra y policía judío en el gueto de Varsovia. "łebki" significa literalmente "cabezas", pero de manera coloquial. La cita literalmente significa "no entregué cabezas". Esto es lo que dijo cuando se le preguntó si entregó las cuotas requeridas de personas que se suponía que cada policía debía entregar entre julio-septiembre de 1942. 

Amores fracturados

Esteban y Carina son hermanos. Su relación fue siempre muy próxima y cariñosa. Veraneaban en el mismo sitio, criaban juntos a sus hijos, compartían amigos. Pero hoy se ven poco. Se siguen queriendo pero prefieren preservarse porque para cada uno el otro es un enemigo. Esteban es fuertemente republicano y liberal en el pensamiento y Carina adhiere enfáticamente al actual gobierno. Él ve a su hermana como una ilusa hipnotizada por consignas irreales, enceguecida ante actos de corrupción y delincuencia que hieren a la ética más elemental. Ella apoya la defensa de los derechos humanos y cree que el capitalismo salvaje impide que la sociedad sea justa e inclusiva, los valores de la izquierda siguen siendo los suyos aún cuando no siempre acuerde con algunos dirigentes. Esteban no puede creer que su hermana apoye a este gobierno. Carina no puede creer que Esteban coincida con la oposición. Los primos dejaron de verse con la frecuencia que lo hacían. Los amigos se fueron dividiendo en bandos igualmente opuestos y enemigos. Las reuniones tan alegres antes dejaron de existir. ¿Cómo recuperar la espontaneidad del amor fraternal si los separa un muro que parece infranqueable? 

Agustín es viudo, sus amores  más cercanos y protectores son su hija, Lorena, casada con Federico y sus nietos adolescentes. Los padres de su yerno fueron leales peronistas mientras que Agustín fue siempre radical.  En las navidades y los cumpleaños recordaban con una sonrisa los enfrentamientos durante los gobiernos de Perón allá por los cincuenta. Todo cambió cuando se abrió una brecha dolorosa y torturante. Federico milita en un movimiento gubernamental y defiende con énfasis sus políticas lo que para su suegro es una herida con la que no puede vivir. Quiere mucho a su  yerno, lo admira como padre, como marido de su hija y como trabajador dedicado, pero no puede tragar que acepte algunas cosas. Ambos evitan el tema, pero tienen que hacer un esfuerzo enorme para contenerse y no reaccionar lo que enturbió los encuentros familiares.

Andrea y Susana son amigas desde chiquitas. Vivían en la misma cuadra, sus padres eran amigos, siguieron caminos paralelos toda la vida, en la escuela, con los amigos y la familia. Se acompañaron en cada recodo de la vida, se conocen mucho, como dos mujeres amigas pueden conocerse, de adentro para afuera y de afuera para dentro. Su relación es de tal confianza que no hay nada que no sepan una de la otra, ningún suceso que se guarden porque no temen ni el juicio ni la mirada crítica. Pero, igual que en las situaciones anteriores, están, de pronto y sin anestesia, en lados opuestos del partidismo local. Y lo que había sido natural se volvió forzado. Lo que había sido amable se volvió tenso. Lo que había sido seguro se volvió amenazante. 

Situaciones como las tres descriptas nos están siendo habituales. Cada uno podría contar las suyas. Unos y otros nos acusamos de obcecación y estupidez, de falta de ética y de dignidad, de ignorancia y ceguera. Para uno el otro es derechoso, “facho”. Para el otro el uno es populista, “progre”. Y llueven las imprecaciones y los insultos de uno y otro lado y cuando más pataleamos con argumentaciones, hechos y verdades, más parecemos hundirnos en el barro de la incomprensión.

Quien está leyendo tiene su posición. Yo tengo la mía y la fundamento y construyo día a día pero sigo sin poder encontrar la manera de seguir algunas relaciones amorosas que se han fracturado parece que de modo irreversible. Sigo queriendo a los que quería y que hoy me ven como enemiga pero no encuentro la manera de que ese amor vuelva a fluir. Cuanta más fractura más nos atrincheramos y nos cubre una constante irritación. Leemos y escuchamos los medios que confirman lo que pensamos, nos juntamos con la gente que dice lo mismo que nosotros y no podemos evitar ver al otro como la cara del mal. 

Sé que de uno y otro lado, muchos queremos que las cosas vayan bien, que el país renazca, que desaparezcan la pobreza, la inflación y el desánimo. Sabemos que hay algunos, de uno y otro lado, que se benefician con este estado de cosas y estimulan la hostilidad, que viven las diferencias como un estado de guerra y lo estimulan. 

Mis padres sobrevivieron al nazismo en aquella Polonia regada con sangre judía. Esto no es igual, nadie quiere matar a nadie, pero la hostilidad reinante nos hace andar sobre terreno minado, en constante peligro, mirando a uno y otro lado atentos a la mirada enemiga que puede despertar el desprecio, el ataque, la exclusión. 

Guadalupe Nogués (“Pensar con otros. Una guía de supervivencia en tiempos de la posverdad”, El gato y la caja) señala que cuando conversamos con los que piensan igual tendemos a extremar y homogeneizar nuestras ideas, que cuando nuestra opinión se vuelve parte de nuestra identidad, cualquier oposición es insoportable y no hay argumentación que la modifique. Pelea frontal o silencio defensivo. 

Es imperativo distinguir, como dice Nogués, entre opinar algo y ser algo para, recién entonces, hacer lo que hay que hacer para superar la pelea o el silencio. Encontrar un piso común, ahí donde coincidimos. Ver al otro desde su lado bueno y no como delegado del mal. Y decidir, pero de verdad, abrir las orejas y escucharlo. Somos dos personas respetuosas que disienten y que se quieren y, si ambos quieren, aunque no es fácil, la fractura puede comenzar a salvarse. 

Hay varios amores que me faltan. Añoro recuperar la naturalidad y el placer del abrazo franco y transparente, la charla distendida ante una puesta de sol pacífica, amorosa y relajada, porque una cosa es lo que pensamos y otra lo que somos. Aunque pensamos diferente podemos volver a ser quienes siempre fuimos el uno para el otro. 

Publicado en La Nación, en el suplemento El Berlinés

¡Qué nazi soy!

Ilustración: Vior

¡Los maté a todos! ¡Qué nazi soy! escribió Facu, 14 años, al chat de Fortnite, feliz por haber resultado vencedor. Buen alumno de una escuela bilingüe, con padres profesionales de clase media, su autofelicitación como nazi no le inquieta en lo más mínimo. Cree que nombra al que mata mejor, al más aguerrido, al más malo de todos, es el ganador por excelencia. Para él,  sus amigos y muchos como ellos, la palabra nazi es el emblema supremo del guerrero eficiente y dejan afuera, -¿ignorancia? ¿indiferencia?- qué es el nazismo. Sus amigos judíos paralelamente no se espantan porque nazi sea un elogio cool dicho en tono admirativo. Pero esto no nace de la nada.  Se tratan muy mal los chicos hoy llamándose con apodos denigrantes que, de tan usados, han perdido el valor del insulto. Se dicen “negro de mierda”, “puto de mierda”, “enano de mierda” junto con el ya naturalizado “boludo” muy lejos de aquel significado de “idiota o estúpido”. Y ahora nazi pero como alabanza. Los sentidos y horizontes se han pervertido,  campea el segual. Pero la palabra nazi viene con otra mochila, la del genocidio mientras que las otras palabras son sólo ofensivas. ¿Sólo ofensivas dije? ¿También yo estoy naturalizando el maltrato, el insulto, la ofensa?

¿Qué nos está pasando con la manera de hablar? En los juegos online gana quien mata al adversario, esto no es nuevo, tiene décadas. También en los deportes se utilizan palabras bélicas y mortales. Lo matamos. Lo aniquilamos. Lo derrotamos. Le pasamos por encima. Lo sepultamos. Desde el ajedrez hasta el Fortnite pasando por todos los deportes, al ganar se habla de muerte. El deseo de ganar, la necesidad de prevalecer, es parte de nuestra naturaleza y los juegos permiten satisfacerlo de manera sublimada. En lugar de matar, jugamos a matar.

Pero el que sean cool los insultos y las ofensas y que estén tan naturalizados que no se perciban como tales, es nuevo. Boludo, puto, negro, hdp, son usados por los chicos con ligereza. Pero no alcanza, suben la apuesta y le suman nazi. Es un escalón más. No se espantan, no se dan cuenta, o no les importa, lo que están diciendo.

¿Seguirían diciendo nazi si supieran que fueron torturadores, asesinos de niños y bebés, déspotas, autoritarios, tiranos, represores y asesinos de los que no pensaban como ellos, que se creían “dioses” con derecho a matar a cualquiera, incluso a estos mismos chicos que hoy se envanecen llamándose nazis? ¿Seguirían diciendo nazi si supieran lo que de verdad están diciendo?

Lo más probable es que no lo sepan. Nazi debe ser para ellos algo así como peor que malo, nada más, hasta ahí deben haber llegado. Lo preocupante es que si es así algo nos está fallando a todos. Hay algo que no estamos transmitiendo bien si la maldad humana aparece como herramienta que conduce a la victoria. Hay algo de la educación que no estamos haciendo bien. 

Facu gana y se cree nazi. Los chicos terminan la escuela sin entender lo que leen ni poder construir bien una oración y tampoco saben diferenciar lo que está bien de lo que está mal. Me pregunto si tiene sentido espantarme con el elogioso ¡Qué nazi soy! cuando los rusos atacan a Ucrania para desnazificarla. La maldad insolente en el cambalache del siglo XXI, sin aplaza'os ni escalafón. ¿Es lo mismo el que labura o el que no, el que mata o el que cura o está fuera de la ley? Dale Facu, lavate las manos y vení a comer, ¿vos nazi? no digas pavadas, sentate a la mesa mi chiquito, que la comida se enfría y el futuro está en tus manos.

Publicado en Clarin.

Derecho al olvido.

¿Se puede borrar la memoria por decreto? ¿Se puede anular el pasado con un acto de voluntad?

La exmodelo Natalia Denegri demanda a Google para que se aplique el derecho al olvido. Exige que desaparezca del buscador su vinculación con la fraguada “causa Guillermo Cóppola” en la que estuvo implicada en los años noventa. La solicitud, basada en jurisprudencia de la justicia española, abre cuestiones relativas al derecho a la intimidad, la libertad de expresión, la censura y la desmemoria.

Más de uno querría borrar de su recuerdo y del conocimiento de los demás, los pecados de juventud, aquellas conductas que le avergüenzan y las compañías de las que hoy reniega, cuando fue humillado o sometido. Lo aprendí con los sobrevivientes del Holocausto. Pareciera que siguieron adelante y olvidaron lo vivido, pero una ligera chispita, aparentemente inconexa, trae todo nuevamente, nada se había borrado. El “pasado pisado” es un engaño, la frase misma lo dice, bajo lo pisado está el piso sobre el que estamos parados. 

Hoy la frontera entre lo público y lo privado se va atenuando hasta casi desaparecer. Todo lo que se sube a las redes allí queda. Los archivos de internet son implacables contra el olvido y la desmemoria. Guardan todo lo publicado, sean verdades o mentiras, como las peligrosas fake news, esas mendigas vestidas de diosas tan difíciles de desenmascarar. Todo lo que se publica permanece para siempre en la Amplia Red Mundial (WWW por su sigla en inglés), esa plaza pública que, como aquel Funes de memoria perfecta e inapelable, no sabe olvidar. 

El funcionamiento de nuestra memoria, tanto individual como social, construye sorprendentes coreografías tejidas tanto con recuerdos como olvidos en danzas móviles y cambiantes. El olvido es parte de nuestra memoria. Recordamos y olvidamos de manera espontánea y a veces misteriosa, como cuando descubrimos recuerdos encubridores, falsos recuerdos, olvidos protectores y olvidos negadores. Son danzas que a veces entorpecen nuestros pasos y nos hacen trastabillar y otras nos permiten seguir viviendo. Aún así, nuestro pasado, verdadero o tergiversado, aún cuando parezca olvidado, no se puede borrar. 

Además de la memoria personal y la de internet, hay una memoria construida social, cultural y políticamente. En parte espontánea pero en gran medida está digitada y planificada. Precisa relatos de glorificación u oprobio que construyan consensos, identidades comunes, una idea de nación con un pasado e ideales compartidos. Memoria usada muchas veces para apoyar alguna política que se pretende instalar o un poder que se intenta sostener. 

Pero tanto en la memoria colectiva como en la individual, los intentos de borrar el pasado molesto para no traerlo al presente, sean espontáneos o planificados, son imperfectos y, a menudo, transitorios. ¿Cuál es ese derecho al olvido si, como dice la canción sobre el sol, el pasado, aunque no lo veamos, siempre está? 

Es como querer guardar un globo inflado en una caja más chica. Lo apretamos por un lado para que entre pero se agranda y se nos escapa por otro. Como si tuviera vida propia. No se deja recortar, editar ni encajonar. Todo lo vivido está en cada uno de nosotros. Todo lo publicado en internet seguirá ahí. Es como el aire del globo, engañosamente invisible pero inamovible. 

El “derecho al olvido” es más que un tema jurídico. El pasado no se anula con un acto de voluntad. La memoria no se borra con una sentencia judicial. Somos y seremos el resultado de quienes fuimos.


Publicado en Clarin.

Los judíos y la pizza

“¿En qué se diferencian los judíos de la pizza?” preguntó la profesora Irene García Méndez en una clase virtual que dictó desde el Centro de Estudios Superiores San Ángel de la ciudad de México. Ante el estupor y el silencio de los alumnos, ella misma respondió diciendo “que las pizzas no gritan cuando se las mete al horno”. 

En abierta señal de oposición una alumna dejó la clase y el video, con el supuesto chiste, se viralizó inmediatamente. La profesora lo justificó diciendo que su intención había sido aligerar la clase. Pero la Universidad reaccionó rápidamente y comunicó su oposición ante semejante contenido e informó que la profesora había dejado de ser parte del plantel docente.

¿Qué nos dice de la profesora el dudoso chiste? Que es tonta, insensible, ignorantte y/o antisemita. Tonta porque no hay nada de gracioso en la idea de resistirse a ser metido en el horno. Insensible porque parece no advertir que está hablando de personas. Ignorante porque los judíos no llegaban vivos a los hornos, no gritaban allí sino en las cámaras de gas. Y antisemita porque banaliza y se burla de ese asesinato industrial perpetrado por el nazismo. ¿Cuál es la gracia finalmente? Solo entre tontos, insensibles, ignorantes y antisemitas podría tal vez tener algún viso de gracioso. Los mismos que le contaron el supuesto chiste y que ella difundió suelta de cuerpo.

Llama la atención que lo haya dicho en una clase que se estaba grabando, o sea que se sentía impune o bien no se daba cuenta de lo que estaba diciendo. Impune porque creía que lo que decía no iba a ser objetado creyendo que tal vez era lo que pensaban todos. Y si no se daba cuenta del alcance de lo que decía, ahí va lo de tonta.

Pero junto con este desaguisado tenemos la respuesta de la universidad que no esperó demasiado para hacerse oír. Me parece que es un ejemplo que más de una institución debería atender y seguir. Cuando un miembro comete una falta que no coincide con la posición institucional y la agravia, aceptarlo es ser cómplice. Mantenerlo en su puesto es ser cómplice. Hacerse el distraído con excusas poco creíbles es ser cómplice. 

El canciller sabía que Mohsen Rezai iba a estar en la re asunción de Ortega en Managua. El embajador también lo sabía. Dada la gravedad del hecho lo debería haber sabido el presidente. Según el protocolo de eventos internacionales todos saben quién estará, dónde se sentará, qué hará y con quién se sacará la foto. Nada sucede sorpresivamente y sin el acuerdo con los gobiernos.  

Si al embajador lo retaron, si lo mandaron al rincón y le pusieron orejas de burro, si lo echaron de la clase y le hicieron repetir el grado, no lo sabemos porque sigue ahí, representado a nuestro país. Su conducta no parece haber merecido la expulsión del servicio diplomático aún cuando departió amigablemente con un terrorista buscado internacionalmente como parte de los que planearon el ataque a la AMIA, el mayor atentado que sufrió nuestro país. El gobierno argentino no hizo lo que la universidad mexicana con su profesora chistosa. Hubo solo palabras. Pero, sin la conducta consecuente son palabras sin respaldo, como nuestro pobre peso. Emitir declaraciones altisonantes es barato pero son sonidos vacíos, devaluados y fraudulentos. Son, como el mal chiste de la profesora pescada in fraganti, una burla con muy mal olor.  Y la ligera disculpa vacua y tardía implica la idea del gobierno de que nos encanta tragar sapos, que somos tontos y nos encanta creer en espejitos de colores.   

Envié el texto a Clarin pero no fue aceptado. Escribí una nueva versión quitando la mención explícita de nuestros funcionarios, pero al final, decidí no mandarlo. Hela aquí:

Los judios y la pizza.

“¿En qué se diferencian los judíos de la pizza?” preguntó la profesora Irene García Méndez en una clase virtual que dictó desde el Centro de Estudios Superiores San Ángel de la ciudad de México. Ante el estupor y el silencio de los alumnos, su respuesta sumó indignación: “la diferencia con los judíos es que las pizzas no gritan cuando se las mete al horno”. 

En abierta señal de oposición con el supuesto chiste una alumna dejó la clase y el video se viralizó inmediatamente. La profesora lo justificó con el argumento de que lo había hecho con la intención de “aligerar la clase”.  Afortunadamente la Universidad tuvo una rápida y drástica reacción, emitió un comunicado en el que expresó su firme oposición ante semejante contenido e  informó que la profesora había dejado, inmediatamente, de ser parte del plantel docente.

La profesora de marras con su desdichado “chiste ligero” que nos deja boquiabiertos nos invita a preguntarnos qué tipo de persona es. Probablemente se trata de una persona tonta, insensible, ignorantte y/o antisemita. Una, varias o las cuatro cosas. Tonta porque no hay nada de gracioso en la imagen de una persona resistiéndose a ser metida en el horno. Insensible porque parece no advertir que, precisamente, se trata de personas siendo asesinadas de manera cruel. Ignorante porque evidencia no saber que los judíos no gritaban ante los hornos crematorios porque llegaban ya muertos, gritaban en las cámaras de gas. Y antisemita porque banaliza y toma de modo burlón el asesinato industrial perpetrado por el nazismo. ¿Cuál es la gracia finalmente? ¿Quién puede reírse de esto? Solo los  tontos, insensibles, ignorantes y antisemitas podrían ver allí algo gracioso. Los mismos que le contaron el supuesto chiste y que ella difundió suelta de cuerpo.

Obviamente creía que lo que decía no merecía reparo alguno puesto que lo hizo en una clase que estaba siendo grabada. ¿Se sentía impune porque creía que lo que decía no iba a ser objetado creyendo que tal vez era lo que pensaban muchos? ¿Es tan potente el antisemitismo, está tan naturalizado, que no se dio cuenta del alcance de lo que estaba diciendo creyendo que era chistoso y ligero hablar de judíos a punto de ser asesinados? 

Pero el hecho tiene otro aspecto digno de mención y que dibuja lo sucedido de otra manera. Junto con el pesado “chiste” de la docente tonta-ignorante-insensible-antisemita, la reacción de la universidad que no esperó demasiado para hacerse oír resulta un modelo de respuesta, un ejemplo que más de una institución debería atender y seguir. Cuando un miembro comete una falta que no coincide con la posición de la organización a la que pertenece y la agravia, dejarlo pasar, no reaccionar con presteza, aceptar que siga siendo parte es convalidar, es ser cómplice. 

Toda persona tiene el derecho de decir o hacer, hasta ciertos límites,  lo que le place. La organización a la que pertenece tiene el derecho de decidir qué hacer con eso, cuál es su reacción y su posición respecto de lo sucedido.

Callar es consentir. Responder tibiamente es consentir. Esgrimir pretextos es consentir. Mantener a la persona en su cargo es consentir. 

La universidad de San Ángel, en una reacción digna de ser imitada por otros organismos, echó a la docente estableciendo así, de modo claro y contundente, que no consentía con lo sucedido, que no era cómplice.

SED de 2022

Gerry Garbulsky, el alma mater de TEDxRíodelaPlata y varias otras genialidades más, envía un mensaje de fin de año en el que invita a responder tres preguntas  jugando con la sigla SED de Seguir-Empezar-Dejar, SED. ¿Qué queremos seguir haciendo? ¿Qué queremos empezar a hacer? y ¿Qué queremos dejar de hacer? 

Educados en tantos mandatos e imperativos, no solemos detenernos a pensar en nosotros mismos. Cuando me consultan por disyuntivas, decisiones o elecciones, a mi pregunta “¿Y usted qué querría hacer?” le sigue un silencio incómodo. Suele responderse fácilmente a “¿Qué es mejor o más conveniente? ¿Qué puede darme algún beneficio? ¿Qué haría que tal persona me ame u otra me admire? ¿Qué se espera de mí?” Todas relativas a un otro, al afuera de uno. Pero insisto con: “¿Y usted qué quiere, aunque crea que no es posible, que recibirá juicio y crítica, usted, qué quiere?” y veo el enredo mental, los tropezones dentro de esa madeja apretada con tanto mandato y expectativa, tanta mirada crítica y necesidad de aceptación. 

La respuesta a qué quiero seguir-empezar-dejar exige una decidida mirada hacia adentro. Valiente, honesta y amorosa. Ahí están los deseos y sueños que quedaron relegados o perdidos pero que siguen ahí esperando ser reencontrados. ¿Egoísmo? ¿narcisismo? ¿Centrarse en el propio ombligo? ¡Definitivamente sí! Es ahí, en el centro de esa marca de origen que es nuestro ombligo, quedan guardadas las pelusas de lo postergado, de lo anhelado y que nunca tuvimos la oportunidad de hacer. Era lo que queríamos ser cuándo fuéramos grandes y nos veíamos haciéndolo en aquellas siestas de verano acunados por grillos y acariciados por un suave ventilador. 

Tengo la teoría personal de que ese tesoro que guardamos muchas veces sin saberlo se gestó entre los 10 y los 11 años, antes del despertar adolescente con su inundación hormonal que cubre y ensombrece todo lo demás. A esa edad ya somos lo suficientemente grandes como para saber cómo queremos ser, qué queremos hacer, a quién nos queremos parecer y a quién no. Tenemos modelos de referencia, gustos ya establecidos, capacidades y habilidades que hemos empezado a disfrutar y ejercitar, es decir, tenemos los elementos que nos permiten esbozar el diseño de nuestro futuro. La irrupción de la genitalidad lo va desdibujando, se vuelve borroso y poco a poco emprendemos los caminos que la vida nos va ofreciendo muchas veces bien lejos de lo que soñábamos. Es que a veces no se puede. Pero ¿qué tal si la pregunta de Gerry nos redirige a aquel momento, a aquellos sueños, al encuentro de eso que queríamos ser o hacer cuando fuéramos grandes?

Este tiempo de pandemia nos enseñó, entre otras cosas, que podemos mucho más de lo que creemos que podemos. Que cuando el contexto o la vida nos enfrenta con la verdadera necesidad de adaptarnos, con más o menos facilidad, lo hacemos. 

Pronto empezaremos el 2022. Un hito arbitrario y convencional, una marca en el almanaque, que puede ser una oportunidad de elegir caminos fértiles y reencontrarse con algún sueño. ¿Qué llevamos oculto tras las pelusas que había en el fondo de nuestro ombligo? ¿Seremos capaces de tener esa conversación con nosotros mismos tantas veces postergada?

¿Y si le hiciéramos las mismas preguntas a aquella persona que éramos a los 10 u 11 años, cuando el futuro parecía tan lejano y todo parecía posible?: ¿Qué quiero seguir haciendo? ¿Qué quiero dejar de hacer? y ¿Qué sueño o deseo quiero empezar a hacer porque ya es hora?


Publicado en Clarin

Publicado en El diario de Leuco